Saturday, August 28, 2010

Lo poco que queda

Llevamos más de tres meses tratando de sobrevivir ante la ofensiva del enemigo que nos tiene sitiados en esta ciudad de la que solo quedan ruinas. Solo la voluntad de mis compañeros que han jurado defenderla hasta la muerte nos mantiene a pesar de la falta de municiones y de comida.
Son pocas las noticias que nos llegan desde fuera, y todas ellas desesperanzadoras. Ayer supimos que Córdoba había caído en manos del ejército regular y que en Buenos Aires la Junta Militar ya había hecho anuncios proclamando la victoria después de tres años de guerra civil. Una guerra de la que hemos perdido el conocimiento sobre la cantidad de muertos y de ciudades y pueblos borrados del mapa. Una guerra que nos viene desangrando y de cuyo resultado no queda duda. Solo nosotros resistimos sabiendo que lo único que lograremos será ser un nombre más en la lista de mártires en la memoria de nuestros conciudadanos.
Sabemos que, libres de otros frentes, varios regimientos enemigos se acercan a dar ayuda a nuestros sitiadores. Cuando ellos lleguen será el fin y la sangre derramada habrá sido, como tantas veces, en vano.
Atrás quedan todos los sucesos que nos llevaron a esta situación, cuando veinte años atrás, ante la incapacidad y la complicidad del gobierno de ese entonces varios grupos guerrilleros pretendieron imponer el terror en nombre de teorías marxistas totalmente alejadas en su origen ideológico de la manera de accionar de estos delincuentes. Las Fuerzas armadas, como otras veces, creyeron necesario tomar el poder para acabar con la violencia en nombre de Dios y de la moral occidental.
Y así lo hicieron. En los primeros tiempos, la ciudadanía siempre voluble a las novedades, salió a aplaudir tamaña decisión. Le llevó tiempo darse cuenta que el orden impuesto tenía el precio de vidas humanas inocentes y un férreo control que no permitía disensos. Mientras tanto creyeron. Mientras tenían trabajo y un sueldo, mientras podían pasear y ver el fútbol, nada les importó. Salvo a aquellos cuyos familiares desaparecían misteriosamente. Al menos, se dijo la mayoría, la guerrilla acabó y podemos caminar tranquilos por las calles.
A dos años de la asunción de la Junta Militar, se llevó a cabo el Mundial de Fútbol. Inmersos en la estupidez colectiva, vivimos frente a las pantallas de televisión lo que tal vez sería la primera gloria para el país. Nada hacía presuponer que al cabo de ese mes se iba a realizar una marcha de protesta frente a la Casa de Gobierno. Y no era por motivos sociales, no era por la censura, ni por la falta de trabajos ni por salarios bajos.
Era implemente por que corría la voz que ante la necesidad de ganarle al Seleccionado Peruano, representantes de este país se había presentado ante la Junta Militar para vender su honra por unos miserables galones de petróleo y la respuesta había sido negativa. El resultado fue obvio, perdieron el partido y la Junta, algo de su popularidad. Luego el silencio. Un silencio que era solo un murmullo bajo alentando a la rebelión. Una rebelión que no se concretaba pero que había llegado a los finos oídos de los informantes y de estos a los de los miembros del Gobierno.
El fútbol podía más que el hambre, la miseria, la represión, la falta de educación y cualquier otra demanda social. Varios años pasaron, cuatro para ser exactos y la Junta creyó necesario ahogar las críticas con una victoria, con un evento que los colocara nuevamente en la cúspide de la aceptación popular. Y para ello nada mejor que una guerra.
La multitud que se reunió en la Plaza de Mayo el día que se supo que se habían tomado las Islas Malvinas superaba con creces toda expectativa. Desde Buenos Aires seguimos los eventos con orgullo y optimismo. Nuestros muchachos estaban allí dispuestos a defender un puñado de tierra que nos pertenecía. La llegada de la poderosa flota inglesa era preocupante, más no para ellos, preparados y pertrechados para repeler al invasor.
En tanto se sucedieron eventos diplomáticos. Personalidades de varios sitios de mundo llegaron para ofrecer su ayuda y así llegar a la paz. Todos fueron desoídos y las multitudes en la Plaza eran cada vez mayores.
La flota llegó. Intentó hacer pie en tierra pero sistemáticamente fue destruida por nuestros aviones y buques. Un mes duro la contienda. Un mes donde cada día nos despertábamos con la noticias de nuevos actos de valor por parte de nuestros soldados y de una nueva claudicación por parte del enemigo. Al fin se fueron. Un día supimos que las dos últimas naves que quedaban a flote se retiraban mientras el gobierno de Margaret Thachert reconocía la soberanía argentina sobre las islas.
Los festejos se multiplicaron por todo el país. No hubo plaza donde no se reuniera la gente a vivar a la Junta Militar. Estábamos convencidos de que tendríamos un Proceso de mil años. Que seríamos respetados como una nación poderosa y dueña de su destino. En medio de aquellos días alguien me susurró al oído: Festejen nomás y algún día van a ver que lo mejor era haber perdido. No le creí.
Nadie lo creía aunque el país se derrumbaba, aislado del mundo, sin poder hacer negocios, con más desocupación, más hambre, más violencia y más represión.
Aquella victoria fue el principio del fin y no del gobierno, sino de la sociedad toda. Sin saber como nos vimos enfrentados. Algunos todavía defendían a la Junta, otros levantaron sus voces de protesta. Me incluí entre estos, desengañado al fin. Ya no éramos minúsculos grupos de orientación ideológica ajena a nuestras tradiciones, éramos pueblo, una creciente marea que tomo cuarteles, comisarías, pueblos enteros.
Cuando nos organizamos como un ejército supe que ya no había marcha atrás. Como ahora que solo espero la muerte por una bala que acabe con mis sueños. Con mis esperanzas y con lo poco que queda de un pueblo condenado.

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