Friday, September 18, 2009

La tormenta

Acrilico sobre tela, 30x24

Saturday, September 12, 2009

Chavo

Acrilico sobre bastidor 30x24.

Saturday, September 05, 2009

Esperando a los pacientes


Dedicado a mi amigo el Dr. Eduardo Rodriguez Pelliza
Acrilico sobre bastidor 30x24

Friday, August 28, 2009

Molino en Mykonos

Acrilico sobre bastidor. 24cm x 30 cm.

Thursday, August 20, 2009

Mykonos


Mi cuarta obra: Mykonos. Acrilico sobre bastidor 0,30x0,24

Saturday, August 15, 2009

Alexia Montes

Mi tercer obra, el retrato de una amiga del alma "Alexia" . Acrilico sobre bastidor. 0,35x0,27

Casa suburbana

Mi segunda obra "Casa suburbana" . Acrilico sobre bastidor 0,35x0,27

El Cantaro rojo


He comenzado en Agosto de 2009 una nueva actividad artística, mi primer obra es "El cántaro rojo" . Acrilico sobre bastidor 1,20x0,80

Thursday, January 29, 2009

Curriculum Literario

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Tuesday, January 27, 2009

La cruzada de Don Juan

A la comarca de Rocafuerte, en las estribaciones de las serranías Aquietanas, llegó un día, con el afán de aposentarse, el hidalgo caballero Don Juan de Céspedes y Almería, hombre de valor y palabra si los hubo, acompañado de su fiel escudero Don Pedro Asdrúbal, sus lacayos Antonio y Felipe, una tropilla de cuatro caballos de la mejor estirpe árabe y un carro tirado por dos mulas flacas que hacían lo imposible por no desbarrancarse de los senderos hacia el valle.
Era verano y el calor obligaba a los vecinos del poblado a transitar por sus calles con la mínima ropa soportable lo que escandalizó al noble, habituado a las exigencias de la corte, de donde provenía. Cuando hubo puesto pie en tierra frente a la posada del Ganso Dorado tomó la firme decisión de influir en aquellas personas abandonadas de todo decoro y respeto por la Santa Iglesia.
De modo que entró en la taberna observando con gesto adusto como hombres y mujeres se mezclaban entre la clientela mostrando partes de su cuerpo que jamás se hubieran visto en la calles de la Capital, ni siquiera en los dormitorios de los matrimonios religiosamente consagrados, debido al recato y el pudor con que se realizaban las ceremonias del himeneo.
Posó sus plantas en medio del local y golpeando las manos atrajo la atención de los presentes que lo miraron como si de pronto el rey en persona se hubiera presentado en aquellos olvidados parajes. Se produjo un incómodo silencio, los pobladores que estaban de pie junto al mostrador, hombres y mujeres, le realizaron una aparatosa reverencia, tal como la habían aprendido de algún forastero que había pasado por allí. Los que estaban sentados levantaron sus toscos vasos de vino y saludaron.
-¿Pero que sucede aquí, hato de indecentes?- Preguntó el caballero sin valorar la recepción que le habían dispensado.
-¿Qué le sucede, gentilhombre?- Preguntó el parroquiano más bebido y por lo tanto más audaz.
-Pues…esto- Insistió Don Juan, señalando las ropas de uno de los presentes más cercanos a él.
-¿Qué tiene mi ropa?- Preguntó el señalado.
-Pues, ¡que no la tiene!-
-Como que no, hombre. ¿Y esto que es?-
-Pero no se cubre lo necesario, anda mostrando su torso delante de las damas…-
En este punto debió interrumpir su discurso debido a las risotadas de los mozalbetes, aunque continuó levantando la voz.
-…y ellas se pavonean con sus hombros al aire y ni que decir de sus piernas que deberían cubrir con el debido recato-
-Mire señor, ignoro quien es usted, pero debería ver a alguna autoridad si lo desea, aquí andaremos como nos plazca y ningún venido de la Corte nos dirá como hacerlo- Exclamó el posadero que a esas alturas estaba harto de la impertinencia del hidalgo caballero que había irrumpido de semejante manera distrayendo a los parroquianos con la consecuencia de que habían dejado de pedir vino.
Don Juan salió a la calle malhumorado. Avisóle a su escudero que lo esperara en la plaza mientras ubicaba al sacerdote. El clérigo debía ayudarle en la empresa de moralizar a estos salvajes que no parecían ser súbditos apropiados para el magno rey a quién servía.
No encontró al hombre de dios en la capilla. Una sirvienta tan desprovista de ropas como los parroquianos de la posada le indicó levantando un brazo hacia el poniente que la persona que buscaba estaba en su viñedo.
Aquí, bajo el mismo techo de la Iglesia se atreven a mostrarse así, pensaba más escandalizado el hidalgo. Cuando lo sepa el sacerdote va a poner las cosas en su lugar, continuó meditando.
Bajo el cada vez más agobiante sol llegó hasta el viñedo. Un individuo agachado, revisando las uvas se encontraba en medio del terreno y era solo visible por su sombrero de paja. Cuando estuvo a su lado preguntóle por el clérigo.
-Si, yo soy, Don Cosme Montiel, para servirle-
Don Juan no cabía en si de tamaña sorpresa, el hombre además de su sombrero sólo tenía puesto un pantalón, para colmo arremangado hasta las rodillas, y el torso completamente desnudo. De todas maneras debía reconocer que era un excelente ejemplar varonil, musculoso y no como esos enclenques afeminados de la Corte, más preocupados por sus túnicas bordadas que por Dios y la fe.
-¿¡Usted también se viste de forma indecorosa!?- No pudo dejar de exclamar.
-Mire, el calor que Dios nos envía es igual para todos, para los pobres, para los ricos, para mi, para usted, sobre todo para usted que morirá de acaloramiento si no se quita pronto toda esa bijouterie-
¡Tan luego que además de permisivo el sacerdote hablaba en esa lengua bárbara de los franceses, esa lengua de los vulgares folletines de amor! Observó para sí el hidalgo caballero. ¿Qué otra sorpresa le deparaba ese pueblo?
-No le comprendo a usted, debería dar ejemplo, pensaba en recurrir a vuestra merced para moralizar este pueblo al que llegaba con la esperanza de encontrar fieles amantes a Dios y a nuestro rey-
-No conozco a nadie que sea desleal al rey o apóstata. Eso no tiene que ver con andar cómodo cuando hace calor-
-Padre, es usted un caso perdido, debería darle vergüenza. Dígame, ¿hay aquí algún noble de familia respetable al que pueda acudir?-
-Si, Don Alfredo de Murcia y Valladares, su casa es aquella en la cima de la serranía, es un buen cristiano y posee el protectorado de la capilla-
-Allí voy- Aseveró Don Juan, pero cuando estaba por espolear su caballo la voz del sacerdote lo detuvo.
-Yo que usted no iría, al menos hasta la noche-
-¿Podrá decirme usted el porqué?-
-Puedo, a estas horas el noble señor esta dando una tertulia en sus jardines a las personas más ricas de la Comarca-
-Excelente momento para presentarme-
-Mire, si vuestra merced acude con las prevenciones que demuestra no sería el momento adecuado, Don Alfredo ha convertido un antiguo estanque para peces en una amplia alberca para bañarse y allí están todos disfrutando del agua-
-¿Todos?-
-Si todos, Don Alfredo, su esposa, sus dos hijas casaderas, los otros nobles, sus esposas, sus hijos e hijas…-
El espanto se abrió paso en la sincera faz de Don Juan.
-¿¡Todos Juntos!?-
-Si hombre. ¿Qué le acabo de decir? Utilizan para echarse al agua unas mínimas prendas que cosió una de las señoras y además toman sol-
-¿¡Toman sol!?-
¡Donde se ha visto que un noble tome sol! Gritaba en su interior el caballero.
-Así es, el señorito Francisco, prometido de la niña Mercedes, la hija menor de Don Alfredo parece un verdadero árabe por su tono tostado y está muy orgulloso de ello- Agregó el sacerdote adivinando que cada nuevo detalle ponía más fuera de sí al caballero.
Don Juan no lo toleró más. Azuzó a su cabalgadura y salió a las solitarias calles de la hora de la siesta. No puede ser, se decía, no puede ser, vivir para ver esto, yo que he sido fiel capitán de la legión de lanceros en tantas guerras junto al rey para crear un reino cristiano en donde fructifique la moral y la fe ciega en Dios, yo que he visto morir tantos valientes soldados por esa causa y estos pervertidos lo arruinan andando como salvajes de la América.
Enfiló para la plaza. Sabía que su corazón desbocado no iba tolerar la flagrante escena que le había descrito el sacerdote, por lo tanto obvió la casa de Don Alfredo. Apenas llegó junto a ellos ordenó a sus sirvientes establecer una carpa en la entrada del pueblo y pasar allí la noche lejos de la iniquidad de sus habitantes.
Durante tres días se mantuvo en ese sitio. Estaba persuadido que para las primeras horas del día siguiente a su llegada ya sería la comidilla de la absurda nobleza local, si es que se le podía llamar nobleza. Seguramente el sacerdote les había ido con el cuento de su escandalosa reacción y no habrían parado de reírse de él. Pero era un caballero, un hidalgo, un noble, un verdadero noble de la Corte y merecía respeto por parte de estos comarcanos que seguramente no habrían estado nunca en Madrid. ¡Ya les enseñaría modales verdaderos! Y al cuarto día hizo preparar su corcel, se vistió con las mejores prendas, se colocó el tricornio ornado con una pluma de avestruz, traída de la región del Plata, que le había regalado el capitán José de Arriostra y marchó a la casa de Don Alfredo, previo aviso enviado por uno de sus sirvientes.
El propio Don Alfredo salió a recibirlo en el patio principal. A la sombra de la galería estaban paradas su esposa y sus hijas además de un caballero de raza negra. Un momento, dudó Don Juan, ¿Un caballero de raza negra? Por fortuna recordó el comentario del sacerdote. Era el prometido de la hija menor de Don Alfredo. ¡Escándalo! Pensó. Si apareciera así por la Corte lo mandarían entrar por la puerta de los sirvientes y le darían un estropajo para lavar el piso de la cocina. No pudo evitar una sonrisa imaginando la escena.
La esposa de Don Alfredo, Doña Ana, parecía una dama vulgar y la hija menor, Teresa, aún tenía manchas en la cara seguramente por que estaba en el inicio de esas indisposiciones de mujeres tan propias de ellas y de las que los varones no sabían nada, ni necesitaban saberlo. Pero, Amanda, la hija mayor era otra cosa. Era una rosa floreciente en medio de un jardín de pastos secos. Era la brisa suave de la mañana. Era el murmullo de los arroyos que bajan de las serranías. Y esos pechos que asomaban indiscretos al borde mismo del escote, un escote como no había visto nunca en la Corte. El vestido era audaz, pero a ella podía perdonárselo. Quedó hechizado bajo el influjo de sus ojos, bajo la candidez de sus sonrosadas mejillas, bajo el carmesí de sus labios, bajo la redondez de esos pechos…
Ni él se atrevió, ni alguien cometió la imprudencia de mencionar durante la cena cualquier opinión acerca de los comentarios de Don Juan sobre las vestimentas de los aldeanos ni sobre las tertulias en la alberca. El hidalgo caballero solo tenía ojos para Amanda y si en un momento albergó la duda de por que el joven falso árabe estaba prendado de la menor y no de ella, después de varios intentos de conversación supo que la razón era simple. El mozo era tan estúpido como la niña y el único candidato que le habían conseguido. Pero primero debía casarse la mayor y por ello Don Alfredo y Doña Ana agasajaron al hidalgo Don Juan con la debida atención.
Pero Don Juan, además de los pechos de Amanda, tenía otra idea fija. Por ello importunó a Don Alfredo, luego de la cena y de haber escuchado a Doña Ana sacudir sin mucho tacto el clavicordio, llevándolo al patio para tratar un tema que consideraba de justa importancia y urgencia.
-No puede ser que toda la gente ande casi desnuda por las calles y en la taberna, ¡Si hasta la sirvienta del sacerdote se viste de forma indecente bajo el techo mismo de la Santa Iglesia! ¡Y el clérigo en su viñedo, debería haberle visto usted!-
-Le he visto, le he visto, ¿Y entonces?-
-Pues, alguna autoridad debe haber para poner coto a este desenfreno-
-Mire, vuestra merced, usted trae costumbres de otros lugares y nosotros vivimos como podemos, pero si quiere ver alguna autoridad visite a Don Epamónides, el regente, o juez de paz, o lo que sea que lo nombró el Consejo del rey-
El hidalgo caballero visitó a Don Epamónides en su despacho, la mañana siguiente. El funcionario, un anciano de aspecto enclenque, poseedor de una larga cabellera blanca que caía sobre sus hombros y una despareja fila de dientes amarillos parecía un hechicero de los cuentos infantiles. Vestía librea a la usanza de la capital pero tenía los pantalones arremangados hasta la rodilla debido a que sus pies reposaban en un fuentón con agua y trozos de hielo. Ni siquiera se levantó para recibir al visitante pues no deseaba sacarlos siendo su único alivio mientras se veía obligado a leer y sellar documentos.
Escuchó con atención al caballero exponer todos los argumentos que ya hemos referido y que no viene a cuento repetir por ya conocidos. De vez en cuando parecía asentir con la cabeza, gesto que Don Juan tomó como aprobación aunque luego comprobó que se trataba de un gesto que repetía constantemente.
-Mire usted- Dijo Don Epamónides – El tema es que no hay ley que prohíba a los habitantes lucir como lo desean, verá, la gente se viste de acuerdo al calor que siente, si usted hubiera llegado por estas comarcas en invierno le puedo asegurar que no vería ni un tobillo en las mujeres o un torso en los hombres sean aldeanos o nobles-
-¡No me importa el invierno!- Exclamó el hidalgo fuera de sí – El hecho es que basta el verano para que todas las costumbres se corrompan. Ni siquiera el sacerdote usa su venerable hábito y las reuniones en lo Don Alfredo, ¡Un escándalo! ¿Ha estado usted allí?-
-Si, cuando mis tareas me lo permiten-
-¡No puedo creerlo!-
-Vea usted, Don Juan, ha caído por donde la vaca no muge, nada se puede hacer, y en mi opinión nada se debe hacer. Así que si no le gusta nuestro pueblo lo mejor es que continúe camino, otras aldeas habrá mas acordes a su modo de vida-
-¿Me está echando? ¡Sepa que esto es un insulto para un caballero que ha luchado al lado del rey!-
-Tómelo como quiera-
Don Juan se levantó presto de su silla y encaminóse a la puerta. Junto a ella amenazó.
-¡Voy a convertir este pueblo en lo que debe ser, es mi batalla personal!-
El funcionario se encogió de hombros y continuó sellando y escribiendo documentos sin responder ante tamaña declaración.
No habiendo más nobles, ni clérigos, ni funcionarios a quienes acudir, Don Juan comprendió que solo quedaba un poder que podía ayudarle. El militar. Sus hazañas en las guerras sucesivas en las que estuvo involucrado serían suficiente carta de presentación para movilizar tropas de la Guarnición cercana, además de su condición de capitán.
Para la ocasión vistió su uniforme de lanceros con todos sus entorchados y las botas lustradas. Calzó espada y mosquete y así ataviado se presentó en el cuartel, sito sobre el camino en la entrada opuesta del pueblo a la que había llegado.
Dos guardias le cerraron el paso con sus alabardas. Estos hombres estaban perfectamente vestidos de acuerdo al reglamento. Al fin un sitio en donde se respeta el decoro, pensó el hidalgo caballero.
-Soy el Capitán de lanceros, noble de la corte de Madrid, Don Juan de Céspedes y Almería, veterano de las huestes del rey- Se presentó.
Uno de los guardias entró a paso rápido hacia el recinto y volvió un minuto después.
-El Mayor lo invita a pasar, está en su despacho, por la galería sur al fondo- Le comunicó el soldado.
Don Juan tragó saliva, no esperaba encontrar un pequeño destacamento al mando de un oficial superior, suponía que solo habría un teniente o un sargento mayor al que pudiera darle órdenes.
En cuanto dio dos pasos dentro del patio la esperanza de Don Juan se diluyó inmediatamente. Todos los soldados lucían solamente pantalón y en lugar de las botas, algunos calzaban sandalias como los monjes y otros andaban simplemente descalzos, del resto del uniforme ni noticias. Entró como una tromba en el despacho del Mayor para encontrarlo solo un poco más decoroso que sus hombres, al menos tenía una camisola blanca, aunque abierta en el frente luciendo su velludo pecho.
-¡Salud Capitán! ¿Qué lo trae por aquí?-
-Pues…- Por primera vez desde que llegara al poblado vaciló, el grado militar de su interlocutor lo amedrentaba.
-¡Lo escucho, hombre! ¡Venga, siéntese, tome una limonada! ¡A ver Funes, traiga un vaso para el capitán!-
La extemporaneidad del Mayor lo apabulló. Más aún cuando entró Funes con el vaso solicitado. No era un soldado, era una cuartelera tosca pero abundante en aquellos lugares de su cuerpo donde las fantasías se vuelven incontrolables. Su blusa era pequeña, casi transparente y la pollera sencilla y corta.
-Solo venía a presentarle mis respetos, Mayor, estoy de paso por aquí, pensaba afincarme pero…- Balbuceó el hidalgo mientras la mujer le llenaba el vaso.
-Pero no esta de acuerdo con algunas cosas que ha visto- Completó la frase el Mayor.
-¿Cómo lo sabe usted?-
-Hombre, aquí se sabe todo, además ha hecho usted tanto revuelo que hasta me advirtieron que muy probablemente iba a venir a verme-
-¿Y usted está de acuerdo con ellos?-
-¡Pues, claro que sí, hombre! Yo tengo que mantener a mis hombres contentos. Si deben estar vestidos como el reglamento manda la disciplina se resiente y andarían todos malhumorados-
-¿Y los guardias de la puerta?-
-Están castigados por robarse unas gallinas teniendo abundancia de comida en el destacamento, cuando alguien hace algo indebido lo pongo en la puerta totalmente uniformado y le aseguro que no vuelven a delinquir-
-¿Y si no tiene delincuentes a quienes castigar?-
-Nada, no pongo guardias, si realmente no es necesario-
El hidalgo terminó su limonada y levantóse de la silla. Estrechó la mano el Mayor y realizó un saludo militar.
-Bien, debo irme, está visto que no cuento con su apoyo para moralizar al pueblo, pero mi deber como miembro de la Corte es seguir insistiendo-
-Allá usted, pero recuerde, no tenga usted la idea estúpida de informar la situación de este destacamento a las autoridades, lo vamos a estar vigilando-
¡Lo que faltaba! ¡Ser amenazado por un propio camarada de armas! A paso rápido se encaminó a la salida pasando entre esos soldados que más bien parecían un grupo de salteadores de caminos.
A Don Alfredo, a pesar de las prevenciones del hidalgo, le parecía éste un buen pretendiente para su hija Amanda, por ello lo invitó en varias ocasiones, para la cena, así evitaba que asistiera a las tertulias en la alberca que tanto le escandalizaban.
-Imagina que si se casa con nuestra Amandita quiera imponerle a ella las costumbres de la Corte- Opinaba la esposa de Don Alfredo.
-Pierde cuidado, señora mía, ya he visto como se pone astuto el caballero cuando le ve los pechos a nuestra hija, de seguro sería capaz de cualquier renunciamiento por ellos y yo me voy a ocupar de que así sea-
Mientras tanto el Hidalgo caballero se ocupaba de enviar a escudero y sirvientes a colocar en todos los sitios visibles unos libelos llamando a la reflexión a los habitantes del poblado.
El texto era, más o menos, como sigue:
“¡Distinguidos pobladores de Rocafuerte!: La buenaventuranza me ha llevado por los caminos del reino donde he podido observar a ilustres hidalgos, esforzados campesinos, preclaros sacerdotes, disciplinados militares, funcionarios incorruptibles, todos ellos movidos por el afán de servir al rey y a la Santa Iglesia. Más, en este sitio todos ustedes parecen haber olvidado la sumisión al poder terrenal y al celestial. ¡Si continúan vistiendo indecorosamente solo los espera el infierno y el castigo eterno!”
Huelga decir que los sirvientes de Don Juan eran atacados con pullas, en el menor de los casos, aunque también les fue arrojado lodo, agua hirviendo, piedras y hasta excremento de porcinos. Solo por el temor a su patrón insistieron por el tiempo de dos días, finalmente abandonaron todo intento y aparentaban cumplir con su orden aunque lo que hacían realmente era ocultarse a su vista y corrían a bañarse en el arroyo totalmente desprovistos de sus prendas, habiendo aprovechado incluso a satisfacer sus ansias juveniles con unas aldeanas que iban a la ribera a lavar ropa.
Aceptando las invitaciones de Don Alfredo, nuestro hidalgo caballero concurría puntualmente los martes y jueves a la cena con el dueño de casa, sus hijas, el falso árabe y algún que otro ocasional miembro de la sociedad más adinerada, incluidos el Regente, el sacerdote y el Mayor. Don Juan se prohibía mencionar nada que turbara a los participantes del ágape y solo incrementaba en silencio, como corresponde a un caballero, la urgencia de poder apoyar sus manos en los pechos turgentes de Amanda, quien a pesar de sus cambios de vestidos, parecía no tener ninguno que no poseyera un escote digno del Palacio de las Tullerias, otra asociación de ideas con esos franceses libertinos de la Corte de Luis XV.
La llamada de la carne inquietaba a Don Juan a medida que pasaba el tiempo. Por temor a Dios no era siquiera capaz de satisfacerse por si mismo y su temperatura corporal iba en aumento, temiendo entonces que contraería fiebres a causa de la abstención. Caminar por las calles del pueblo viendo a las aldeanas luciendo sus rollizas y fuertes piernas tostadas por el sol, esos hombros perfectos para besar dulcemente o los pechos que bailaban al compás del paso ágil de sus portadoras sin corpiños que los sujetasen, se había convertido en un suplicio mayor que la falta de moral. Claro que podía seducir a una aldeana pues esta se le hubiera entregado con pasión pero aunque no había formalizado el cortejo con Amanda, sabía que su padre lo consideraba con especial atención para el momento en que se sintiera con el valor suficiente de solicitar permiso para visitarla y esa posición lo obligaba a cierta fidelidad para con la joven, evitando mancillar su nombre.
Las formalidades del cortejo, tan importantes en la Corte comenzaron a parecerle un tormento estudiado especialmente por los sacerdotes o los afeminados ya que ellos no necesitaban de tamañas imposiciones. Deseaba tocar la mano de Amanda piel con piel y no a través de esos guantes de tul que ella parecía no sacarse nunca. De modo que una noche juntó coraje. Era cuestión de abreviar tiempos y solicitó a Don Alfredo hablar a solas en la galería luego de la cena.
-Vea, vuestra merced, aún estoy empeñado en mejorar la moral de este pueblo pues he decidido aposentarme, tengo dinero suficiente para comprar la casa alta de la calle de las Magnolias y formar un hogar, por ello ruego a usted humildemente me conceda permiso para formalizar con su hija mayor y poder visitarla a solas-
Don Alfredo disimuló la sonrisa. Finalmente alguien se había atrevido a cortejar a la bella Amanda y por lo que había logrado investigar por medio de Don Epamónides, se trataba de un excelente partido con muchos duros en su haber.
-Mi consentimiento está dado, pero deberé consultarlo con ella, aunque descuento que la respuesta será positiva-
Don Juan, a pedido de Don Alfredo permaneció en la galería esperando la contestación. Minutos después salió la misma Amanda en persona.
-Dice mi padre que usted pretende cortejarme-
-Así es, ahora puedo decirle que usted me gusta, usted es la reina de mis sueños, usted es la única persona por la que me quedo en este pueblo-
Ella lo miró a los ojos lánguida. Él tomó su mano y preguntó.
-¿Puedo besar su mano?-
-Claro – Dijo ella quitándose ¡por fin! los guantes de tul.
El contacto de sus labios con aquellos finos y gráciles dedos fue como el retumbar de los cañones en batalla. La piel se le erizó al hidalgo caballero. ¡Que placer le esperaba cuando pudiera besar esos pechos!
Ante lo que creía la incapacidad de sus sirvientes para colocar los libelos en las paredes del pueblo, entusiasmado por los requiebros de Amanda, juntó ímpetu suficiente para ocuparse personalmente de la tarea. Estuvo a punto de recibir por la cabeza una maceta con malvones desde un balcón, ataque interrumpido cuando el agresor lo reconoció. De inmediato corrió la voz y se lo pudo ver recorriendo el pueblo seguido por una pequeña turba formada por los mocosos más insolentes del vecindario.
Por las noches conversaba con Amanda a luz de la luna. Le hablaba de sus proyectos, de cómo había enviado los papeles con su presentación al dueño de la casa que demoraba la contestación pues vivía en otra comarca, le confesaba que no necesitaba trabajar y tampoco lo haría como buen noble que era, pero que tal vez se ocupara de comprar algún terreno, tomar algunas personas y plantar algunas vides, solo para tener algo en que ocuparse. Y por supuesto que no pensaba claudicar en su cruzada, así la nombraba, para lograr que el pueblo se llamara a recato.
Lo que llamaba atención al hidalgo caballero era que a pesar de ser el prometido de la hija mayor de la casa nunca era invitado a las tertulias en la alberca. A pesar de la aprensión que sentía por esas reuniones creyó conveniente tratar el tema con Don Alfredo.
-Bueno, hombre, supusimos que usted no deseaba concurrir- Le contestó el noble.
-Pues si, no es que quiero, pero debo, ¿Qué pensaran los demás si estoy ausente en esas reuniones, siendo el prometido de su hija?-
-Bien, si vuestra merced lo desea…- Aceptó sin demasiada convicción Don Alfredo.
La tarde siguiente el sol parecía estar a solo unos pocos metros de la tierra de tanto que calentaba, el aire estaba sofocante y dificultaba la respiración, ni las más pequeñas hojas de los árboles se movían debido a la ausencia total de brisa. El hidalgo, vestido de acuerdo a las costumbres de la Corte, se había echado encima todo el perfume que le quedaba para disimular el olor animal de la transpiración. En cuanto golpeó el llamador le abrió uno de los sirvientes que lo hizo pasar guiándolo hasta el patio posterior de la casa, ese que aún no conocía, el de la alberca.
El espectáculo que contempló lo escandalizo al punto que casi da media vuelta para marcharse aún sin saludar. Allí estaban Don Alfredo, su mujer, la hija menor, su pretendiente falso árabe, dos señoras de mediana edad, otras dos jóvenes, tres caballeros, el Mayor, el comerciante de granos y algunas personas más que no alcanzó a distinguir en medio de su turbación, todos ellos prácticamente desnudos. Los hombres llevaban un pantaloncillo tan chico como los taparrabos de los indios americanos, las mujeres al menos se cubrían desde el pecho hasta las rodillas con lo que insinuaba ser un vestido. La totalidad de las prendas parecían estar confeccionada en un tenue lino que no disimulaba las redondeces de las señoras y los bultos genitales de los hombres.
Cuando aún dudaba en huir precipitadamente lo vio el dueño de casa-
-¡Ah, hombre, bienvenido, creía que usted no vendría!-
No tuvo más remedio que acercarse al grupo que tomaba sol despreocupadamente al borde de la alberca. Saludó haciendo reverencias, mudo de vergüenza.
-¿No quiere usted un trajecillo de baño?- Preguntó la esposa de Don Alfredo.
-No, me temo que no estoy preparado- Balbuceó.
-No se preocupe usted, ya se acostumbrará y deseará asolearse un poco- Lo consoló el pretendiente del hija menor.
Ni loco, pensó Don Juan, pero se abstuvo de todo comentario.
En ese momento se percató de la ausencia de Amanda y preguntó por ella.
-Está cambiándose, ya viene- Contestó la madre.
¿De modo que ella se iba a presentar como las otras delante de su prometido? ¡Eso era como una burla para él! Y deseó estar a mil leguas de allí.
Pero ya era tarde. Imponente en toda su altura, luciendo larguísimas piernas rectas y los hombros, con uno de esos vestidos de lino que la cubrían apenas Amanda hizo su entrada para regocijo de los hombres presentes.
Se acercó a su pretendiente y extendiendo la mano derecha la dejó en el aire para que se la besara. Él lo hizo cada vez más apesadumbrado.
-¿No va usted a bañarse?- Invitó ella.
-No no puedo-
-Lástima pues me hubiera gustado que me acompañara-
Y dicho esto se encaminó directamente a la alberca, se detuvo en el borde y sin dudar se arrojó al agua.
-¡Esta deliciosa!- Gritó de placer y todos los hombres voltearon la cabeza para seguir sus movimientos.
Los calores, y no precisamente los climáticos aturdían a Don Juan. Sentía mareos y fiebre. El mundo le daba vueltas. Le parecía que los concurrentes se reían de él. No supo cuanto duró esa sensación. Al reaccionar, Amanda salía de la alberca, toda mojada, el vestido de lino se había pegado a su piel y se podían ver claramente no solo sus pechos, también sus pezones y entre sus piernas era fácil distinguir el vello púbico.
-¡Bella Mujer, que salero!- Gritó uno de lo señores mayores.
En ese momento asumió su posición el hidalgo caballero. De un salto estuvo al lado de su prometida y la tapó a la vista de los presentes.
-¿¡Qué miran, perversos!?- Gritó mientras la abrazaba para cubrirla.
Entonces sucedió lo que debía suceder. ¿Que hombre que viene resistiendo por meses el llamado de la carne se contiene teniendo en sus brazos una bella mujer, casi desnuda? De modo que nada lo contuvo, desesperado por la calentura comenzó a manosear el cuerpo de Amanda, la besaba en la boca, en los pechos, en los hombros, en el cuello ante la mirada atónita de los presentes. La abstinencia lo había traicionado. La moral lo había abandonado. Solo el grito de terror que pudo soltar su prometida lo devolvió a la realidad. Cuando se dio cuenta de lo hecho todas las miradas estaban puestas en él. No supo que decir.
-Nos reunimos todos los veranos en esta alberca desde hace cinco años y jamás hemos tenido un escándalo como este, de modo que, o usted acepta mi reto a un duelo por haber mancillado el honor de mi hija o se marcha de este pueblo inmediatamente- Dijo, calmadamente pero terminante Don Alfredo.
Don Juan bajó la cabeza. Dio unos pasos lentos hacia la galería y a partir de allí salió corriendo, atravesó el vano de la puerta y nada lo detuvo en la huida hasta por la calle hasta su carpa.
Esa misma noche cargó sus petates en la carreta que encomendó a sus sirvientes, pues el escudero había decidido abandonarlo y quedarse en el pueblo, ensilló los caballos, ató las mulas y partió en silencio.
Jamás lo volvieron a ver.

Buscando mapas

Levantó la mano con pereza. El profesor había solicitado un voluntario para ir hasta el depósito a buscar algunos mapas y el globo terráqueo. El resto de los alumnos permaneció sin moverse y entonces se dio cuenta que era el único que había respondido al requerimiento. Eran demasiadas las cosas que debía traer y por lo tanto no demoró en solicitar un ayudante.
-Escoja usted Gómez, ya que ha sido quien ha tenido voluntad de ir- Contestó el profesor seguro de poder utilizar el hecho como una enseñanza para el grupo.
-Que sea Patricia- Se apresuró a decir.
Nadie disimuló la sensación que causaron esas palabras. Las miradas convergieron en él, en ella, en ambos, en el profesor. Todos estaban al tanto que Gómez perseguía infructuosamente a la hermosa Patricia desde que comenzara el curso y ella se dedicaba tenazmente a ignorarlo.
-Vaya señorita- Sentenció el profesor echando por tierra la esperanza de que la eximiera de la pesada carga.
Gómez ya estaba en la puerta del aula, cuando Patricia pasó a su lado y le murmuró.
-Ni se te ocurra tocarme un pelo por que te mato- Y le mostró disimuladamente un cuter que escondía entre los pliegues de su pollera.
Caminaron por la galería sin hablarse. Él solicitó la llave del local en la dirección y continuaron. El depósito estaba en el extremo del edificio del colegio, su puerta oculta a las miradas tras una gruesa columna y el foco que debía iluminarla se encontraba apagado debido a la rotura de los filamentos.
Patricia tembló y para darse valor volvió a blandir el cúter a la vista de Gómez, este no se inmutó. Giró la llave, abrió la puerta y entró. Ella tras él. En medio del desorden reinante demoraron en encontrar todos los mapas. Finalmente Gómez tomó el globo terráqueo y sorpresivamente se lo arrojó a Patricia. Para tratar de tomarlo antes que cayera al suelo, ella soltó el cúter. Rápido como la luz, él lo tomó del suelo y se lo colocó en el cuello.
-Ahora decime que vas a hacer sin tu cuchillito- La amenazó.
Ella permaneció muda, ni siquiera se le escapó un grito de auxilio. Ni cuando él la tomó de la cintura, le levantó la pollera y le bajó la bombacha. Tampoco cuando la penetró salvajemente y depositó sus fluidos en la vagina.
Decidido a no perder más tiempo la dejó arreglarse y le entregó, esta vez con delicadeza el globo terráqueo, salieron a la galería y rápidamente se encaminaron al aula.
-Era hora- Exclamó el profesor.
-Es que estaba todo desordenado y no encontrábamos nada- Se justificó Gómez.
Nuevamente las miradas inquisidoras los taladraron de frente, de perfil y de espalda. Ninguno de los dos daba señas de que hubiera acontecido algo anormal. Gómez siguió atentamente la clase y Patricia no esbozó ni siquiera un gesto, ya fuera de felicidad o desagrado.
Un mes después la noticia corrió por el colegio con la rapidez de los chismes de comadronas. Patricia estaba embarazada. Al principio nadie relacionó el hecho con aquella vez que fueran juntos al depósito. En realidad ya nadie recordaba la anécdota. Hasta que el profesor los mandó de nuevo a buscar unas láminas del cuerpo humano.
-Y no se demoren- Dijo como al pasar cuando estaban trasponiendo la puerta.
Eso solo bastó para que el resto de los alumnos comenzara a atar cabos. De pronto uno de ellos tuvo la audacia de decir lo que estaba pensando.
-No se me había ocurrido- Contestó el profesor, perplejo.
Era la primera vez que Gómez y Patricia estaban solos nuevamente. Ella se había empecinado en no verlo más a pesar de la insistencia de él.
-¿Por qué no hablamos?- Le preguntó
-¿Para que, idiota, no viste que me embarazaste? ¿Ahora que hago con mi vida? Mis padres me echaron de casa, estoy viviendo con una tía que se apiadó de mi. Ni siquiera tengo un peso para pagar un aborto-
-Bueno, nos podemos casar-
-¡Idiota, mil veces idiota! ¿Con que vamos a vivir si ni siquiera tenés trabajo?-
-Bueno, mi padre tiene dinero…-
-¡A mi no me interesa casarme y menos con vos, yo quiero abortar y no andar cargando con un crío sin poder ir a bailar o de vacaciones!-
-Le puedo pedir para el aborto entonces-
-¡Lo que sea, pero hace algo!-
Gómez consiguió el dinero, le mintió a su padre diciéndole que era para pagar el viaje de egresados, el viejo era muy católico y si se hubiera enterado seguramente lo echaba a patadas de la casa.
La tía de Patricia sabía de una clínica clandestina para realizar la operación. Los llevó una noche en su auto. Las dos mujeres entraron en el improvisado quirófano mientras Gómez quedó solo en la sala de espera, caminando de ida y vuelta por todo el local y consumido por los nervios.
Tres horas después asomó la tía su cabeza por una rendija de la puerta.
-Todo está bien, está descansando-
Gómez creyó que se dirigía a él pero notó que la mujer estaba hablando por el celular. Pensó que estaría comunicándose con los padres de Patricia. Pocos minutos después supo que no era así, eso sucedió cuando vio al profesor entrar a la clínica.
-¿Qué hace acá? ¡Es peligroso!- Exclamó la tía.
-¿Peligroso, por que?- Preguntó él.
-Pues, está el muchacho-
En ese momento, el profesor reparó en Gómez. En principio el gesto fue de sorpresa, pero luego de unos segundos una macabra sonrisa inundó su cara.
-Al fin y al cabo que importa, para todos él la embarazó y pagó el aborto con la plata que le sacó a su padre. ¿No querrás que tu papi lo sepa, eh, Gómez?-
Gómez lo miraba aterrado, inmóvil y mudo. No entendió lo que sucedía hasta que el profesor continuó hablando.
-Ah! Y gracias por sacarme ese peso de encima-

Descansando en paz

Hace tres años que vivo en este edificio. Aunque ya no se si a esto se lo puede llamar vivir. En primer lugar el departamento es demasiado chico, no tiene ventilación ni iluminación suficiente y las manchas de humedad en las paredes parecen figuras fantasmagóricas que cobran movimiento por las noches.
Ni hablar de los vecinos. Entre los que hacen ruidos molestos con sus huesos cuando cambian de posición, los que no pagan las expensas y los que se reúnen en los pasillos para chusmear, cuando cae el sol y el vigilador se refugia en su oficina, no se cuales son peores.
Y esa manía de las visitas de los parientes los domingos. El domingo es para descansar y escuchar el fútbol en la radio, si pudiera, por que me dejaron una radio pero ya se le acabaron las pilas y los muy malditos no son capaces de comprarme otras. Flores es lo único que traen. Nunca una porción de pizza o una botella de vino. Como si las flores me sirvieran para algo. Ni para comer y después de varios días largan un espantoso olor a podrido.
Lo bueno es que las visitas están poco tiempo, ponen un poco de agua en los floreros, las inútiles flores y se mandan mudar. Pero en ese lapso se despachan a gusto. No solo mis parientes, los de mis vecinos también. Se creen que no los escuchamos y comentan.
-Mirá el viejo, el muy hijo de puta se gastó toda la guita en prostitutas y no dejó nada-
-Menos mal que se fue la patrona, ahora puedo disfrutar de la vida-
-Si, mucha honorabilidad pero se quedaba con las comisiones de las compras de Sociedad de Fomento-
-Pensar que en los últimos años este degenerado se junto con un pibe y le dejo todo en herencia-
-Esta se hacía la santita pero se acostaba con todos los muchachos de los delivery-
La lista de elogios continúa. Y no digo elogios por sarcasmo, pues cuando los escuchamos escupir su bronca los mencionados solemos hacer un buen corte de manga para nuestra satisfacción. Claro que hay otros que en verdad lamentan lo que escuchan como:
-Pobrecita, quedó virgen y nunca supo lo que es tener un hombre-
A veces, a la luz de la luna salgo a dar una vueltita. Me voy a recorrer los otros barrios. Esos de moradas residenciales con frentes de mármol. Es cierto, sus dueños son intratables. Andan todo el tiempo con la nariz levantada y se paran en las puertas de sus mansiones ostentando su lujo. Estos engreídos no se quienes se creen que son, si al fin y al cabo son un montón de huesos anquilosados como yo y todos los demás.
El barrio que me gusta es el de las moradas con jardín. Todos muy prolijitos con canteros de ladrillos, cada uno en su terrenito y no como yo que estoy hacinado en un monoblock que parece un palomar. Hasta las palomas están más cómodas en sus nidos.
Si alguno de sus habitantes está sentado sobre el pasto me detengo a conversar y le cuento de mis frustraciones.
-¿Por que no se muda para acá?- Me preguntan y me tientan. -Los sábados por la noche nos juntamos para jugar un picadito en los terrenos del crematorio-.
-Si fuera tan fácil- Les contesto- Pero a los amarretes de mis herederos les pareció mas barato donde estoy y nadie los va hacer cambiar de idea-.
Además, no lo confieso de puro pudor, pero lo de los picaditos no me atrae, por la artrosis. Y sí, me tiene a mal traer. No le digo nada cuando hace mucha humedad y me duelen todos los huesos que justamente es lo único que me queda. Al menos estoy exento de ataques al corazón, trastornos digestivos o respiratorios. Por eso aprovecho a fumar. En mi recorrida paso por la puerta de la casilla del vigilador y me levanto todos los puchos que dejó en el suelo. Como una vez encontré una caja de fósforos los utilizo prendiendo el primer pucho y luego para ahorrar voy utilizando el fumado para encender el siguiente. Eso sí, no trago el humo.
A esta altura me supongo que ya estará preguntándose si tengo alguna novia por ahí. Si, tuve una, un poco viejita, había nacido en 1889. Catalina se llama. Mientras el romance era paseos a la luz de la luna en tanto yo le recitaba poemas de otros que me adjudicaba, todo anduvo bien. El tema fue cuando quise llevar la relación más lejos y le propuse sexo. Todavía me da pena contarlo. Se rió de tal manera que casi pierde la mandíbula inferior y me dijo señalando ahí donde se imagina.
-¿Con que?-
La vergüenza me impidió volver a verla. Ahora anda con un terrateniente de su edad, de esos que viven en el barrio de las residencias de mármol. La de su morada es la única calle por la que evito pasar en mis paseos nocturnos. Ya no quiero tener otra experiencia para frustrarme.
Seguiré en este sitio en tanto mis herederos paguen las expensas y no se les ocurra convertirme en cenizas. Lo lamentaría por que esta vida me gusta. Si a esto se lo puede llamar vida.

Despertares

La luna era redonda, perfectamente redonda. Se encontraba a tan corta distancia del horizonte que parecía posible alcanzarla con la mano. Se detuvo a contemplarla. Después de varios minutos de embelesamiento, sosteniéndose sobre las puntas de los pies y estirándose lo más posible, alargó el brazo. Y la tocó.
Era áspera. Y estaba sucia. Un suave polvillo, similar al talco se impregnó entre los dedos. Sacudió las manos tratando de limpiarlas. Se le ocurrió otra idea. Moverla de su sitio. Apoyando los pies contra una roca hizo fuerza. Al principio le costó un poco. Primero lentamente y luego con mas velocidad se fue alejando al punto que dio la vuelta tras el horizonte y la perdió de vista.
Reinó la total oscuridad. Aquellas cosas que brillaban con la luz lunar se apagaron. Si giraba sobre sí y miraba hacia los cuatro puntos cardinales no podía adivinar en cuál de ellos se encontraba el camino por donde había llegado. Entonces tuvo miedo, pero no se arrepintió de su travesura. Una voz le susurraba al oído. Era una presencia repentina que, sin embargo, tuvo el efecto de tranquilizarlo.
La voz lo llamaba por su nombre.
-Ven- Le decía mientras una oscura silueta, apenas perceptible, y dueña de esa voz se alejaba unos pasos y lo esperaba para conducirlo al refugio.
¿Un refugio? Se preguntó. ¿Para refugiarnos de que? Volvió a interrogarse.
El cielo comenzaba a teñirse de rojo. Imágenes espectrales de ruinas y columnas de humo se hacían evidentes. La voz lo seguía llamando.
-Apúrate- Le increpaba. -Allá está el refugio-. Insistía.
Entró al refugio y buscó una habitación vacía. Finalmente la encontró y, agotado, se sentó en el piso. Cuando el sol le dio en la cara e iluminó todo el cuarto advirtió que el empapelado le resultaba conocido. Yo he estado antes en este refugio. Se decía. También estaba Mortimer, el gato, acomodado plácidamente sobre la alfombra.
-¿Como llegaste hasta aquí?- Le preguntó y el animal lo miraba sin entenderle e imposibilitado de contestarle.
Se levantó y salió al pasillo. Mecánicamente giró hacia la derecha y entró al baño. Abrió la ducha y mientras el vapor le nublaba el espejo del botiquín se afeitó. Estuvo quince minutos bañandose. Le producía un efecto reparador y no tenía ganas de salir. Pero era menester hacerlo.
Ya vestido, dejó la leche y la comida para Mortimer en dos platos bajo la mesa de la cocina y salió a la calle. El calor era insoportable. Las flores se marchitaban a pesar del rocío ahora evaporado por el sol, el asfalto de la calle se derretía pegándose en las suelas de los zapatos.
Un hombre se detuvo junto a él cuando estaba por abrir la puerta del jardín. Vestía saco y corbata a pesar del clima. Sudaba por todos sus poros tenía la camisa humedecida de tanta transpiración.
-Hermano, vengo a traerle la palabra de Dios-
Ni la gélida mirada, ni el silencio con que la acompañó detuvieron al misionero.
-Hermano, debes estar con Jehová si quieres ser salvo-
Lo dejó hablando solo mientras se dirigía al mercadito para abrir su puesto.
-¡Está predicho, el Argamedon se acerca y solo Jehová, tu Dios, puede salvarte!-
Cada vez le costaba más levantar la cortina metálica. Voy a tener que conseguirme un ayudante, pensó. Pero no eran épocas para pagar otro sueldo. Apenas alcanzaban para él las magras ganancias. Esa vez no fue la excepción. Una señora le compró un cuarto de queso mar del plata y otra doscientos gramos de salame. Un peón de la obra vecina llevó cien gramos de paleta sanguchera y cien gramos de queso para máquina. Y nada más. Tenía más ganas de cerrar que seguir allí parado, esperando clientes y oyendo las mismas estupideces de siempre de los otros feriantes. Por suerte no había venido el proveedor pues no hubiera tenido con que pagarle.
Compró dos pancitos y llevó de su negocio los sobrantes de los cortes de los fiambres para su cena y la de Mortimer.
Acompañó la comida con lo que quedaba de un botella de vino tinto y le dio un poco al gato que se relamía de contento, acostumbrado a estos convites.
La luna estaba en el mismo sitio de donde la había empujado. Caminó a lo largo de la calle dispuesto a divertirse con ella. Salida de entre dos sombras que antaño habían sido edificios una mujer rubia, pálida y delgada se paró en su camino. Su aspecto era lamentable. Se le notaban aún vagos rasgos de belleza perdida, no por los años, pues era joven, sino por el sufrimiento y el cansancio. Los ojos parecía salirse de las órbitas y los pómulos sobresalían ante la retracción de las mejillas.
Cuando habló supo que se trataba de aquella que lo había llamado anteriormente.
-¿Donde estuviste?- preguntó la mujer.
-En el refugio- Contestó.
-¿En el refugio? Te estuve buscando y no te encontré-
-Estuve allí, te lo puedo asegurar-
-Entonces, ¿Como huiste de los tanques?-
-¿Que tanques?-
-Los del enemigo, están recorriendo toda la ciudad-
El pavimento comenzó a temblar y el movimiento multiplicó las vibraciones que lograron hacer caer la luna de su sitial. La oscuridad volvió a cubrir la escena.
-¡Ya vienen!- Gritó la muchacha y lo tomó de la mano-
Comenzó a correr entre las ruinas, sin ver pero sin tropezar como si conociera el camino de memoria. No tenía más remedio que seguirla. No sabía adonde iban pero tampoco quería quedarse solo cuando llegaran los tanques.
En una esquina ella se detuvo agitada. Le costaba respirar por el cansancio, por el terror y por su debilidad. Sintió que ese momento debía asumir su cuidado. Después de todo era el hombre. Pero no se animó ni a tocarla.
-Allá- Dijo la mujer y recuperándose se levantó de un salto encaminándose a un grupo de pequeñas viviendas.
Era evidente que con la corrida habían llegado hasta los suburbios. El ruido de los tanques ya no se oía y entraron en una de las casas.
-Quédate aquí, voy a buscar otros sobrevivientes- Ordenó ella y desapareció entre las sombras.
Él se acurrucó en una ángulo de la pared y se quedó maldiciendo su propia cobardía.
Mortimer aún estaba sufriendo los efectos del alcohol. Lo sabía pues cada vez que le daba vino lo molestaba con maullidos insistentes y lamiéndole la cara.
-Si continuas siguiéndome voy a convertirte en embutido- Amenazó, pero el felino parecía no escucharlo, ni verlo debido a su mirada vidriosa y extraviada.
Se quedó observando unos segundos el empapelado de las paredes, salió al pasillo, giró hacia el baño, abrió la ducha, se afeitó...
Encendió el televisor. El locutor de las noticias con voz compungida, en falsete, narraba los últimos acontecimientos en la frontera de India y Pakistán. Ambos gobiernos amenazaban con volarse mutuamente de la faz de la tierra utilizando sus armas atómicas. Estados Unidos proponía una reunión para lograr la paz al tiempo que enviaba sus naves al Mar Arábigo. Rusia, hacía lo mismo.
Caminando hacia el mercadito iba detrás de una mujer rubia y alta. Apuró el paso para hablarle, para preguntarle como había escapado y si encontró mas sobrevivientes. Al tomarla del brazo debió disculparse. No era ella. No supo que decir.
-La confundí con una amiga- Balbuceó.
Las ventas no mejoraron mucho. Pero lo suficiente como para comprar una comida decente en la rotisería y una botella de Coca Cola. No le iba a dar vino dos veces seguidas al gato que todavía debía estar bajo los efectos de la borrachera.
Compartieron el lechón con papas al horno. A pesar de sus protestas el felino debió conformarse con leche, él acabó su gaseosa. Dudaba entre prender la televisión o sentarse en la reposera que estaba en la galería. El ambiente continuaba tan caluroso que era imposible descansar en la cama y el ventilador solo movía de acá para allá el mismo aire sofocante.
Salió a la galería. En cuanto posó su mirada en el final de la calle pudo ver la luna casi apoyada sobre el horizonte.
-¿De nuevo?- Se preguntó -¿Como hace?- Volvió a preguntarse.
Emprendió la marcha hacia la luna. Mirando a ambos lados de la calle y escuchando con atención para prevenirse de cualquier aparición sorpresiva. Estaba a un paso del satélite cuando escucho una voz.
-¡No la toque!-
Se volvió. Detrás de él varios soldados con ropa de combate color negro y cascos que le cubrían toda la cabeza, le apuntaban. Más atrás, dos de ellos tenían tomada de los brazos a la mujer que intentaba liberarse sin conseguirlo.
Estiró la mano, desafiante.
-¿Y que, si la empujo?-
No habían llegado sus dedos hasta la luna cuando, arrojándose a sus pies, le hicieron perder el equilibrio. Imposibilitado de resistirse fue llevado junto a la mujer.
-¿Por que no me esperaste?- Preguntó ella.
-Te estuve esperando, incluso creí haberte visto camino al mercadito-
-¿Que mercadito?-
No pudo contestarle. Los soldados los arrastraron hasta un vehículo blindado y los arrojaron dentro.
Se escucharon unos disparos. Los soldados repelieron el ataque. De pronto, la oscuridad. Por efecto de los tiros la luna había caído nuevamente.
Al abrirse La puerta del vehículo creyeron que los sacarían para ejecutarlos. Pero se encontraron con caras. Otras caras descubiertas, sin los cascos negros.
-¡Son mis amigos!- Exclamó la mujer, y agregó -¡Nos han liberado!-
Corrieron a través de un prado cubierto de pastos humeantes debido al incendio de varios tanques.
No pudo precisar el tiempo que estuvieron huyendo. En lo alto de una colina se podía ver la silueta negra de una casa solitaria. Sin pensarlo se dirigieron hacia ella y entraron. A pesar de estar visiblemente deshabitada conservaba el orden y la limpieza como si sus moradores hubieran salido apenas pocos minutos antes. La recorrieron esperando encontrar a alguien oculto.
-No tema, no somos soldados- Decían ambos para tranquilizar a quienes estuvieran. Pero no encontraron persona alguna.
Un ruido los alertó.
-¿Mortimer, eres tú?- Exclamó el hombre.
-¿Quien es Mortimer?- Preguntó ella.
No tuvo necesidad de explicarle cuando comprobaron que había sido un florero empujado por las cortinas movidas por el viento en una ventana abierta.
-Quedémonos aquí- Propuso ella.
Estuvo de acuerdo. No quería quedarse solo y perderla de vista nuevamente.
Un sonido estridente lo atemorizó. Tanteó a su lado esperando encontrar el cuerpo cálido de la mujer pero ya no estaba. Trató de llamarla y recién se dio cuenta que no sabía su nombre. Mortimer se paseaba por la habitación tratando de lograr su atención pues quería salir al jardín a hacer sus necesidades. Le abrió a puerta mecánicamente.
En la calle, justo frente a la casa, habían chocado dos autos y el lugar se había convertido en el punto de convergencia de una multitud de curiosos. Salió a la vereda para ver si la mujer estaba entre ellos pero no tuvo suerte.
Esta es la última vez que voy al mercadito, pensaba mientras trataba de caminar por la sombra. Cuarenta grados de máxima había dicho el pronosticador del tiempo y ninguna esperanza de lluvias aliviadoras.
Estaba seguro. Parado en la puerta del mercadito la vio. En la siguiente esquina, esperando el semáforo estaba ella. La muchacha sin nombre. No le importó dejar el puesto solo y corrió tratando de llegar antes que comenzara a cruzar.
-Hola- Le dijo tomándola suavemente del brazo.
-Hola- Le contestó ella, en un gesto, primero de sorpresa luego de simpatía.
Él vaciló un instante. ¡Al fin la encontraba! Pensó.
-¿No me conocés?- Preguntó ella.
¡Claro, como que no la conocía!. Era la anónima salvadora que lo había ayudado varias veces. Estaba a punto de decírselo-
-Soy Cristina, fuimos compañeros en el colegio primario-
-Me alegra verte, tanto tiempo- Balbuceó
-A mi también- Dijo ella y preguntó -¿Estas casado?-
-No, soltero, tuve que cuidar a la vieja, ahora, ella murió el año pasado-
-Yo estoy divorciada, anotá mi teléfono, cuatro siete uno...-
Lo anotó en la libreta de los clientes morosos, ella se despidió apresuradamente.
-Se me hace tarde para el trabajo, llámame-
-¡Te llamo, te llamo!- Gritó él.
La intensa luz que provenía de la luna casi apoyada en el prado lo atraía como el queso a un ratón. Había planeado llamar a Cristina desde su casa pero se sintió tentado de salir a tomar un poco de aire fresco.
No fue muy lejos. Los soldados lo estaban esperando, agazapados. En cuanto cruzó el camino lo tomaron de los brazos y los pies. Fue inútil su resistencia. Lo arrojaron dentro de un vehículo similar a aquel en ya había sido encerrado anteriormente. Estaba solo. Se sintió desamparado al no contar con la presencia de la muchacha.
El camión se puso en marcha. Al cabo de unas horas llegaron a un campo de prisioneros. A los empujones lo llevaron hasta una barraca y lo metieron dentro.
Ahora si que mi vida esta acabada, pensó. Un maullido a su lado lo sobresaltó. Mortimer le pedía que le abra la puerta para ir al patio. No le hizo caso, pero el gato se ponía mas insistente y temió que lo descubrieran los guardias. Intentó abrir la puerta pero estaba cerrada con llave.
El animal corría hasta el otro extremo de la barraca y volvía a maullar. Regresaba con él y lo empujaba con la cabeza. Después de varios intentos supo lo que quería indicarle. Había otra puerta. Sigilosamente caminó hacia ella y movió el picaporte. Se abrió sin esfuerzo.
En ese lado del campamento no había guardias. Ni siquiera alambradas. Salió caminado con toda naturalidad y pronto se vio en las calle de su casa. Delante de él, Mortimer maullaba con un tono distinto y los otros gatos del vecindario le contestaban.
En la puerta, la mujer rubia lo estaba esperando.
-¿Donde estabas?- Preguntó inquisidora.
No le contestó. Ni siquiera le contó su desventura. Estaba bien que lo había salvado un par de ocasiones pero no era cuestión de dejarla avasallar su vida.
-Me voy- Dijo ella.
-¿Adonde?-
-Lejos, donde pueda olvidar aunque sea por unos días esta horrible guerra. ¿Vienes conmigo?-
-No puedo, tengo que abrir el puesto en el mercado-
-¿Que mercado?-
Ahorró explicaciones manteniéndose en silencio. Ella le dio un beso en la mejilla y comenzó a caminar.
-¿Te podrás cuidar?- Preguntó cuando ya estaba por bajar a la calle.
-Si, si- Contestó sin demasiada convicción.
-Pronto no habrá mucho lugar donde ir. Las nubes radioactivas que vienen de India y Paquistán están cubriendo el planeta- Agregó ella desde la vereda de enfrente.
Él se encogió de hombros y sin decir palabra la dejó ir.
Mortimer había roto el plato de la leche jugando con una pelota de goma. El piso de la cocina estaba manchado y no tenía tiempo de limpiar. Se estaba haciendo tarde para abrir el puesto. Salió a la calle. Esta vez era el sol el que estaba casi al alcance de la mano.
Me voy a quemar si intento tocarlo, se dijo prudentemente. Pero no necesitaba ir hacia el sol. La gran bola candente se acercaba a gran velocidad. Un viento huracanado barría con edificios, automóviles y personas.
Corrió a refugiarse en la estación del subterráneo. Mucha gente había tenido la misma idea. A los codazos y empujones logró llegar hasta el andén. Afuera se sentía el infierno en toda su magnitud.
Un leve toque en su hombro le obligó a darse vuelta. Cristina, con las ropas ajadas y cubierta de polvo lo miraba mientras ensayaba una extraña sonrisa.
-No me llamaste- Le dijo, y agregó –Ven vamos al refugio-

Aquel verano del 68

Antonio mira por la ventana. El jardín, la calle, la ciudad entera, brillan, bañados por las gotas de la lluvia que cae mansamente, sin ruido, tenaz y sobrecogedora. En su interior también llueve. Las lágrimas que le brotan son elocuente signo de su tristeza, corren sin nada que las detenga sobre las tenaces arrugas de sus mejillas y anidan en sus manos apoyadas sobre el regazo.
Tantos años, se dice. Tantos años en que esta realidad era una probabilidad lejana, algo en lo que no pensaban. Algo que se negaba, viviendo día a día, como si la eternidad fuera posible.
Siente el sol acariciándole el rostro. El calor es gratificante y procura absorber con todos sus poros aquella sensación. Pero no es el sol del presente, afuera aún garúa, es el sol del pasado, el de aquella tarde de verano, cuarenta veranos atrás, cuando caminando por la playa exhibía su torso bronceado y su andar firme.
Una mirada, varios pasos más para darse vuelta y comprobar si esos ojos estaban fijos en él. Lo estaban. No podía dejar pasar de largo la oportunidad. Se acercó lentamente al dueño de la mirada, cotejando si alrededor suyo alguna persona había adivinado lo que iba a suceder.
Un tímido hola, y la misma respuesta. Dos o tres segundos en que ambos no supieron que decir. Luego, una pregunta de compromiso, como para romper el hielo.
-¿Sos de Buenos Aires?-
-Si ¿Y vos?-.
-Yo también.
-¿Y de que parte?-.
Se sentó a su lado, el diálogo estaba entablado. Conversaron sobre su barrios, sus estudios, sus trabajos. Contemplaban el mar que estrepitosamente se convertía en espuma a escasos metros de sus pies, de vez en cuando uno observaba al otro en el momento en que ese otro miraba las olas o jugueteaba con los dedos en la arena. Finalmente sus miradas se cruzaron. Sonrieron por primera vez, se sentían dos niños sorprendidos en una travesura.
-Vamos a un lugar donde podamos sentarnos a tomar algo-.
Se levantaron y caminando entre medio de la gente y las sombrillas que poblaban la playa se dirigieron a una confitería en la Rambla.
Veinte años, la edad en que el mundo es un desafío y la vida una incógnita. Ambos eran dos jóvenes atractivos a los que no le faltaban admiradoras, sumadas a las hijas de las vecinas o primas lejanas que sus madres como celestinas profesionales insistían en presentar.
Esteban, de piel cetrina y cabello negro era estudiante de arquitectura y trabajaba en un estudio como aprendiz. Experiencia sexual, poca. Algunos escarceos con amigos masturbándose mutuamente y unos besos, como los de las películas. Antonio, rubio, de ojos celestes, a duras penas había terminado el secundario y se ganaba el sustento en la panadería de su tío. Había tenido su primer relación con otro muchacho a los quince años y desde entonces no se perdía cuanta oportunidad tuviera.
-Todavía tenemos tiempo, mi familia no llega hasta tarde, se fueron a Mar Chiquita. Vayamos a mi departamento- dijo Esteban.
Transitaron la peatonal mirando a todos lados como sintiéndose culpables de lo que iban a hacer. Como si todos los rostros de los centenares de personas que se cruzaban les dijeran: Sabemos que clase de anormales son ustedes.
Entrar al edificio no fue fácil. Debieron esperar que el encargado se cruzara al kiosco a comprar cigarrillos y en cuanto pudieron corrieron hasta el ascensor afortunadamente vacío.
Una vez dentro del departamento, Esteban guió a Antonio hasta su habitación. Con determinación lo tomó de la mano. Ese primer roce entre sus pieles pareció un shock eléctrico. Nada los detuvo entonces. Se quitaron la ropa con la urgencia del deseo y el apuro por aprovechar el tiempo. Sus cuerpos atléticos se mezclaron desordenadamente, brazos y piernas se enredaban, las manos recorrían cada centímetro disponible. Sus miembros, erguidos, se chocaban. Finalmente uno de ellos cedió y el otro se impuso en esa lucha amistosa. El desenfreno se convirtió en un movimiento acompasado y unísono. El orgasmo llegó a ambos al mismo tiempo. Un grito animal multiplicado por dos. Entres risas y gestos de temor experimentaron cierto arrepentimiento de haber expresado tan notoriamente su paroxismo.
Dudando en si habían sido escuchados en los departamentos vecinos, se vistieron lo más rápido que pudieron y bajaron a la calle por separado. Al portero le pareció sospechosa la figura de Antonio a quien no recordaba como habitante del edificio. Iba a detenerlo cuando apareció Esteban y lo entretuvo hablándole de fútbol.
En aquel verano del 68, los dos muchachos se encontraron varias veces. Unas en el departamento de Esteban, otras en la pensión donde se alojaba Antonio. Siempre cuidándose de los curiosos. Siempre con el temor de ser descubiertos. Por las noches iban a caminar por la peatonal o se metían en los boliches de moda a ver bailar a los demás. Volviendo, cerca de la madrugada se animaban a tomarse de la mano, envalentonados por la soledad de las calles.
-¿Todavía no te hiciste de una novia?-. Le preguntaban las hermanas a Esteban, ya que su intuición les indicaba que había algo sospechoso al ver que su único entretenimiento diurno era los interminables juegos de paleta con ese rubio que ni siquiera les presentaba.
-Tenemos que seguir viéndonos cuando volvamos a Buenos Aires- Insistía Esteban que ya estaba seguro de que aquellos juegos de su adolescencia habían sido la puerta a su homosexualidad y que Antonio era el responsable de haberla abierto de par en par.
Para Antonio no era tan importante continuar aquella relación. Una vez en la ciudad podría buscar a cualquiera de sus amigos, por lo que le prometió vagamente que se verían de nuevo. El último día intercambiaron direcciones y números de teléfono. Antonio ayudó a la familia con las maletas para acomodarlas en el auto y se quedó mirando su partida hasta que se perdieron por la avenida Constitución.
-¿Ese Antonio es medio rarito, no?- Dijo impiadosamente una de las hermanas de Esteban. Éste tembló por el temor de ser descubierto. No sabía en ese momento que el comentario de la muchacha era producto del resentimiento por no haber logrado que Antonio la cortejara.
En Buenos Aires, Esteban no dejó de llamar a Antonio cada día. Su madre le contestaba siempre que no estaba. En ocasiones había ido a la panadería y en otras había salido a quien sabe donde. Logró que le diera el número del negocio. Tampoco tuvo suerte. Al paso de los meses comprendió que la aventura de verano había sido nada más que eso. Pero le costaba resignarse. Dándose cuenta que sus llamados importunaban dejó de hacerlos. Tal vez era hora de aceptar la realidad.
El verano siguiente caminando por la Rambla divisó a Antonio a lo lejos. No estaba solo. Un joven alto, desgarbado, sin demasiados atractivos lo acompañaba. Sintió que no debía dejar pasar la oportunidad y sin pensar si incomodaba se detuvo frente a ellos. El gesto de sorpresa de Antonio fue evidente. Parecía como si no lo reconociera. El otro individuo comprendió que algo sucedía entre ambos jóvenes y se alejó un par de pasos.
-Te llame infinidad de veces.- Dijo Esteban.
-Bueno, es que estuve muy ocupado-.
-Si, ya veo-.
-¿Acaso pensás que somos novios? Yo tengo mi vida.-
-Yo también, y sentía que formabas parte de ella.-
-Me voy- Agregó Antonio y dejando a Esteban sin saber que responderle se dirigió adonde lo esperaba su acompañante.
En esas vacaciones no volvieron a cruzarse. Esteban movido por la desesperación tuvo algunos encuentros ocasionales. Disfrutó del sexo pero no se sentía completo. Algo faltaba y ese algo era el deseo del amor. Esa pasión inexplicable que había sentido con Antonio.



Sigue lloviendo, se lamenta Antonio. ¿No piensa parar?. Recordó que un día de otoño, como éste, comenzó a sentir una indefinible sensación de nostalgia. Tal vez fuera la lluvia, o quizá que ya no encontraba placer en acumular nombres de desconocidos ocasionales que desaparecían de pronto. Habían transcurrido tres meses desde su último encuentro con Esteban en la Rambla. Estuvo grosero con él en esa ocasión, lo admitía y concluyó que debía disculparse. Hurgó en sus cajones. En algún lugar debo haber guardado su número de teléfono, mascullaba.
Lo encontró, blandiéndolo como un trofeo se encaminó al teléfono de la sala y llamó. Esteban, del otro lado de la línea no podía creer que aquella voz fuera la de Antonio. Si le guardaba algún rencor no lo demostró y quedaron en encontrarse en una confitería del centro.
La lluvia seguía acompañado aquel encuentro. No les importaba, ni tampoco el frío del otoño, ni la tristeza del prematuro atardecer. Conversaron durante horas, hasta que la noche se hizo presente. Lo hicieron como dos viejos amigos que tienen enormidad de cosas que contarse. Antonio le pidió perdón por su comportamiento. Esteban le dijo que no tenía nada que perdonar. Eran así, diferentes. Uno prefería la ausencia de compromisos, el otro soñaba con una pareja estable y el amor.
-La libertad solo acarrea tristeza- Reconoció Antonio reflexionando sobre su presente –Finalmente te das cuenta que a nadie le interesa lo que te sucede-
Esteban asintió en silencio.
Al otro día hicieron el amor en la casa de Antonio, aprovechando que la madre de éste no estaba.
Los años pasaron, cada cuál fue organizando su vida. Esteban terminó los estudios y se recibió de Arquitecto, Antonio escaló los pocos peldaños que le permitían su trabajo en la panadería y cuando fue maestro panadero sintió que debía instalarse por su cuenta antes que pasarse toda su existencia como un empleado.
Sus encuentros se volvieron cotidianos. Alternaban la casa de Antonio y la Esteban, sobre todo cuando la familia de éste se iba a la casita de fin de semana en Tortuguitas, lujo máximo en una época en que aún no existían los countries.
La madre de Antonio, viuda, se preocupaba por que su hijo no tuviera novia, lo que imposibilitaba que posteriormente se casara y formara una familia. Los padres de Esteban se manifestaban mas comprensivos pues él había dicho que no pensaría en casarse hasta terminar sus estudios. Con esa excusa logró ganar tiempo, pero una vez recibido comenzaron a atosigarlo. En especial las hermanas que acrecentaban sus sospechas con el paso del tiempo y no habían perdido oportunidad de acicatearlo con frases hirientes.
-¿No será que te gustan los hombres?- Le decían.
Esteban consiguió la tranquilidad anhelada cuando pudo alquilar un pequeño departamento que utilizaba también como estudio. El lugar se convirtió también en refugio de la pareja pudiendo disfrutar de más tiempo en lugar de los apurones que habían signado sus relaciones.
Las hermanas de Esteban se casaron, compitiendo entre ellas, con pocos meses de diferencia. La mayor con una abogado, la menor con un médico. Con el mismo intervalo quedaron embarazadas y dieron a luz, la mayor un varón, la menor una nena. Sus casamientos fueron fastuosos. Sus vestidos comentarios de todos los conocidos, los salones de fiesta a cuál más grande, sus lunas de miel envidiadas. La mayor en Tahití, la menor en París. En ambas ceremonias Esteban estuvo solamente deseando que terminaran pronto para correr al lado de Antonio quién ya había comenzado a quedarse en el departamento varios días a la semana. Sus hermanas aprovecharon la presencia de una gran cantidad de mujeres de buena posición con ansias de casamiento para presentárselas. Esteban, educadamente, las ignoraba.
La madre de Antonio falleció. Una mañana la encontró en su cama. Su cara reflejaba que había logrado paz interior, mientras dormía, de un fulminante ataque al corazón. Antonio no perdió tiempo e hipotecó la casa para poder instalar una panadería.
Merced a haberse encontrado en el lugar adecuado en el momento preciso, Esteban se asoció a un estudio que realizó gran cantidad de obras importantes debidas al Mundial de 1978. Con el dinero ganado realizó algunas inversiones, jugó en la ruleta de la especulación y de pronto se vio dueño de una mínima fortuna. Antonio llevaba adelante su negocio como podía y no le iba ni bien ni mal pero le costaba levantar la hipoteca de la casa que iba pagando cuando podía juntar algún dinero. La relación entre ambos continuó rutinariamente. Los únicos nubarrones eran las hermanas de Esteban que ya habían advertido que su hermano no entraría jamás al redil de la vida normal. Una de las maneras de amargarle la vida era no permitirle que brindara gestos de cariño hacia sus hijos.
-No sea que les contagies tu enfermedad- Le decían, inclementes.
Así fue que Esteban vio crecer a sus sobrinos de lejos. Las reuniones familiares se convirtieron para él en una tortura donde sentía el vacío que se generaba a su alrededor. Su madre tampoco le dirigía la palabra y si bien su padre hacía esfuerzos sinceros por comprenderlo, finalmente debía apaciguar sus demostraciones de afecto abrumado por la presión familiar.
En unas Navidades, Esteban decidió no ir. Tampoco fue para el fin de año. Y ya no volvió más a la casa paterna. De vez en cuando telefoneaba al trabajo de su padre y charlaban por unos minutos para contarse sus mutuas novedades.
Encontrándose tan solo como Antonio, aunque por diferentes motivos, volcó todo su necesidad de amor con el panadero. Estaban juntos el mayor tiempo posible que le dejaban sus actividades. Salían a pasear los domingos en bicicleta, se iban de vacaciones a Brasil, concurrían al cine, lo llevaba por Museos y exposiciones que Antonio por su cuenta jamás hubiera pisado.
El advenimiento de la democracia les renovó las esperanzas en cuanto a que era posible que no tuvieran necesidad de ocultarse. Pero así como parecía respirarse nuevos aires, aunque no demasiados, llegó al país poco tiempo después la crisis económica. Antonio comenzó a sentir la merma en las ventas. Aún con parte de la hipoteca sin pagar perdió su casa y mantuvo el negocio echando al personal y haciendo todas las tareas él mismo, teniendo que dormir en el local. Esteban no estaba mucho mejor. Nadie construía ni reformaba sus viviendas. Todo estaba paralizado y lo único que atinó a hacer fue vender el auto y cerrar la oficina debiendo trabajar en su departamento que afortunadamente había terminado de pagar.
Llevaban juntos veinte años. Desde ese presente, aquel verano del 68 era solo una imagen lejana que parecía haber sucedido en otra dimensión. Esteban le propuso a Antonio vivir juntos. A estas alturas no le importaba lo que opinaran los demás, sobre todo su familia que lo ignoraba completamente. Además era una buena idea para ahorrar gastos y teniendo un confortable departamento no podía dejarlo dormir en un colchón en el piso al calor del horno de la panadería.
Las expectativas por el siguiente cambio de gobierno se esfumaron rápidamente. Durante la década siguiente sobrevivieron como pudieron. Antonio tenía la panadería abierta solo medio día, el resto del tiempo le ayudaba a Esteban a realizar refacciones trabajando ambos como albañiles. Cuando cumplían treinta años de relación Antonio cerró definitivamente su negocio. Todo el esfuerzo de sus padres se había diluido en esta última decisión.
Esteban comenzó, paradójicamente, a tener más trabajo. Pudo comprar otro auto, mucho más modesto, y ambos se desplazaban en el vehículo llevando las herramientas para los encargos que tomaban. En una ocasión, mientras descargaban los implementos para una obra, pasó por la calle la hermana menor de Esteban junto a una hermosa jovencita. Súbitamente se detuvo.
-¿Así que andás trabajando de albañil? ¿Para esto te mandaron a la Universidad los viejos? ¿Y todavía estás con ese?-
Dicho esto siguió su paseo como si nada hubiera sucedido.
Esteban calló. No supo que replicarle. Se sintió ahogado. Tan ahogado como cuando tres semanas después recibió la noticia del fallecimiento de sus padres en un accidente automovilístico en la Ruta 2 de camino a sus habituales vacaciones en Mar del Plata.
Ni la presencia de los ataúdes en la Sala Velatoria calmó el odio de las hermanas.
-Murieron alejados del egoísta de su hijo- Le espetaron casi a dúo. –Esperamos que reflexiones como le amargaste la vida-
Esteban no necesitaba reflexionar. No había tenido la culpa de ser lo que era. La vida lo había golpeado de varias maneras pero también le había dado muchas satisfacciones y la relación con Antonio era lo mejor que le había pasado.
Antonio sentía que le debía la vida a su compañero. Era cierto que la había peleado a su lado y que solo permaneciendo juntos tuvieron las fuerzas para sobrellevar las dificultades. Por momentos pensaba que se estaba aprovechando de la generosidad de Esteban, pero lo amaba. lo amaba tiernamente, lo amaba con fuerza y lo amaba con pasión.
El corralito y los cacerolazos los encontraron, a pesar de todo, cada vez con más trabajo. Esteban había vuelto a su condición de arquitecto y Antonio era su capataz manejando un pequeño grupo de trabajadores que formaban una pomposamente llamada empresa de construcción.
-Ahora que estamos viejos llega la buena- Solía decir Antonio.
Cincuenta y tres años no son muchos o tal vez si, según desde donde se mire. Antonio se sentía vigoroso, Esteban parecía cansarse ante cualquier esfuerzo. Temeroso de saberse enfermo, no concurrió al médico al sentir, en ocasiones, palpitaciones y arritmias. Tampoco se lo dijo a Antonio.


Sigue lloviendo. La tarde se ha convertido en noche. Antonio sigue absorto mirando por el ventanal. Las lágrimas no cesan. Fluyen impetuosas como hace dos días, una semana después de su sexagésimo cumpleaños, cuando encontró a Esteban caído en el piso del comedor, muerto. Lo abrazó con todas sus fuerzas. Lo sacudió, en vano, intentando revivirlo. La vecina que entró al departamento al oír los gritos de desesperación de Antonio llamó a la ambulancia. Llegaron solamente para recoger el cadáver.
En el velatorio trató de mantenerse alejado de las hermanas de Esteban, sus maridos y sus hijos.
-No deberías estar acá- Le dijo la mayor, pasando a su lado –Pero te dejamos por que somos personas educadas-
Había comenzado a llover cuando llegaron al Cementerio. Antonio no sabía como aún se mantenía en pie. Todo su cuerpo era como una esponja que se doblaba bajo el peso del agua que caía. Cuando los peones cubrieron con tierra el ataúd, recién comprendió que ya no vería más a Esteban. Comenzó a alejarse, había dado unos pocos pasos por la senda de lajas y sintió acercarse a la sobrina de Esteban. Por un segundo pensó que venía darle el pésame. La escuchó azorado.
-Dice mi mamá que mañana tenés que desalojar la casa del tío por que nos pertenece-


Sigue lloviendo. La noche transcurre y todavía no ha comenzado a juntar sus pertenencias. No puede dejar de mirar por el ventanal, ese ventanal por el que tantas veces miró, junto a Esteban, el cielo para saber si podían salir a dar una vuelta en bicicleta.