Tuesday, January 27, 2009

La cruzada de Don Juan

A la comarca de Rocafuerte, en las estribaciones de las serranías Aquietanas, llegó un día, con el afán de aposentarse, el hidalgo caballero Don Juan de Céspedes y Almería, hombre de valor y palabra si los hubo, acompañado de su fiel escudero Don Pedro Asdrúbal, sus lacayos Antonio y Felipe, una tropilla de cuatro caballos de la mejor estirpe árabe y un carro tirado por dos mulas flacas que hacían lo imposible por no desbarrancarse de los senderos hacia el valle.
Era verano y el calor obligaba a los vecinos del poblado a transitar por sus calles con la mínima ropa soportable lo que escandalizó al noble, habituado a las exigencias de la corte, de donde provenía. Cuando hubo puesto pie en tierra frente a la posada del Ganso Dorado tomó la firme decisión de influir en aquellas personas abandonadas de todo decoro y respeto por la Santa Iglesia.
De modo que entró en la taberna observando con gesto adusto como hombres y mujeres se mezclaban entre la clientela mostrando partes de su cuerpo que jamás se hubieran visto en la calles de la Capital, ni siquiera en los dormitorios de los matrimonios religiosamente consagrados, debido al recato y el pudor con que se realizaban las ceremonias del himeneo.
Posó sus plantas en medio del local y golpeando las manos atrajo la atención de los presentes que lo miraron como si de pronto el rey en persona se hubiera presentado en aquellos olvidados parajes. Se produjo un incómodo silencio, los pobladores que estaban de pie junto al mostrador, hombres y mujeres, le realizaron una aparatosa reverencia, tal como la habían aprendido de algún forastero que había pasado por allí. Los que estaban sentados levantaron sus toscos vasos de vino y saludaron.
-¿Pero que sucede aquí, hato de indecentes?- Preguntó el caballero sin valorar la recepción que le habían dispensado.
-¿Qué le sucede, gentilhombre?- Preguntó el parroquiano más bebido y por lo tanto más audaz.
-Pues…esto- Insistió Don Juan, señalando las ropas de uno de los presentes más cercanos a él.
-¿Qué tiene mi ropa?- Preguntó el señalado.
-Pues, ¡que no la tiene!-
-Como que no, hombre. ¿Y esto que es?-
-Pero no se cubre lo necesario, anda mostrando su torso delante de las damas…-
En este punto debió interrumpir su discurso debido a las risotadas de los mozalbetes, aunque continuó levantando la voz.
-…y ellas se pavonean con sus hombros al aire y ni que decir de sus piernas que deberían cubrir con el debido recato-
-Mire señor, ignoro quien es usted, pero debería ver a alguna autoridad si lo desea, aquí andaremos como nos plazca y ningún venido de la Corte nos dirá como hacerlo- Exclamó el posadero que a esas alturas estaba harto de la impertinencia del hidalgo caballero que había irrumpido de semejante manera distrayendo a los parroquianos con la consecuencia de que habían dejado de pedir vino.
Don Juan salió a la calle malhumorado. Avisóle a su escudero que lo esperara en la plaza mientras ubicaba al sacerdote. El clérigo debía ayudarle en la empresa de moralizar a estos salvajes que no parecían ser súbditos apropiados para el magno rey a quién servía.
No encontró al hombre de dios en la capilla. Una sirvienta tan desprovista de ropas como los parroquianos de la posada le indicó levantando un brazo hacia el poniente que la persona que buscaba estaba en su viñedo.
Aquí, bajo el mismo techo de la Iglesia se atreven a mostrarse así, pensaba más escandalizado el hidalgo. Cuando lo sepa el sacerdote va a poner las cosas en su lugar, continuó meditando.
Bajo el cada vez más agobiante sol llegó hasta el viñedo. Un individuo agachado, revisando las uvas se encontraba en medio del terreno y era solo visible por su sombrero de paja. Cuando estuvo a su lado preguntóle por el clérigo.
-Si, yo soy, Don Cosme Montiel, para servirle-
Don Juan no cabía en si de tamaña sorpresa, el hombre además de su sombrero sólo tenía puesto un pantalón, para colmo arremangado hasta las rodillas, y el torso completamente desnudo. De todas maneras debía reconocer que era un excelente ejemplar varonil, musculoso y no como esos enclenques afeminados de la Corte, más preocupados por sus túnicas bordadas que por Dios y la fe.
-¿¡Usted también se viste de forma indecorosa!?- No pudo dejar de exclamar.
-Mire, el calor que Dios nos envía es igual para todos, para los pobres, para los ricos, para mi, para usted, sobre todo para usted que morirá de acaloramiento si no se quita pronto toda esa bijouterie-
¡Tan luego que además de permisivo el sacerdote hablaba en esa lengua bárbara de los franceses, esa lengua de los vulgares folletines de amor! Observó para sí el hidalgo caballero. ¿Qué otra sorpresa le deparaba ese pueblo?
-No le comprendo a usted, debería dar ejemplo, pensaba en recurrir a vuestra merced para moralizar este pueblo al que llegaba con la esperanza de encontrar fieles amantes a Dios y a nuestro rey-
-No conozco a nadie que sea desleal al rey o apóstata. Eso no tiene que ver con andar cómodo cuando hace calor-
-Padre, es usted un caso perdido, debería darle vergüenza. Dígame, ¿hay aquí algún noble de familia respetable al que pueda acudir?-
-Si, Don Alfredo de Murcia y Valladares, su casa es aquella en la cima de la serranía, es un buen cristiano y posee el protectorado de la capilla-
-Allí voy- Aseveró Don Juan, pero cuando estaba por espolear su caballo la voz del sacerdote lo detuvo.
-Yo que usted no iría, al menos hasta la noche-
-¿Podrá decirme usted el porqué?-
-Puedo, a estas horas el noble señor esta dando una tertulia en sus jardines a las personas más ricas de la Comarca-
-Excelente momento para presentarme-
-Mire, si vuestra merced acude con las prevenciones que demuestra no sería el momento adecuado, Don Alfredo ha convertido un antiguo estanque para peces en una amplia alberca para bañarse y allí están todos disfrutando del agua-
-¿Todos?-
-Si todos, Don Alfredo, su esposa, sus dos hijas casaderas, los otros nobles, sus esposas, sus hijos e hijas…-
El espanto se abrió paso en la sincera faz de Don Juan.
-¿¡Todos Juntos!?-
-Si hombre. ¿Qué le acabo de decir? Utilizan para echarse al agua unas mínimas prendas que cosió una de las señoras y además toman sol-
-¿¡Toman sol!?-
¡Donde se ha visto que un noble tome sol! Gritaba en su interior el caballero.
-Así es, el señorito Francisco, prometido de la niña Mercedes, la hija menor de Don Alfredo parece un verdadero árabe por su tono tostado y está muy orgulloso de ello- Agregó el sacerdote adivinando que cada nuevo detalle ponía más fuera de sí al caballero.
Don Juan no lo toleró más. Azuzó a su cabalgadura y salió a las solitarias calles de la hora de la siesta. No puede ser, se decía, no puede ser, vivir para ver esto, yo que he sido fiel capitán de la legión de lanceros en tantas guerras junto al rey para crear un reino cristiano en donde fructifique la moral y la fe ciega en Dios, yo que he visto morir tantos valientes soldados por esa causa y estos pervertidos lo arruinan andando como salvajes de la América.
Enfiló para la plaza. Sabía que su corazón desbocado no iba tolerar la flagrante escena que le había descrito el sacerdote, por lo tanto obvió la casa de Don Alfredo. Apenas llegó junto a ellos ordenó a sus sirvientes establecer una carpa en la entrada del pueblo y pasar allí la noche lejos de la iniquidad de sus habitantes.
Durante tres días se mantuvo en ese sitio. Estaba persuadido que para las primeras horas del día siguiente a su llegada ya sería la comidilla de la absurda nobleza local, si es que se le podía llamar nobleza. Seguramente el sacerdote les había ido con el cuento de su escandalosa reacción y no habrían parado de reírse de él. Pero era un caballero, un hidalgo, un noble, un verdadero noble de la Corte y merecía respeto por parte de estos comarcanos que seguramente no habrían estado nunca en Madrid. ¡Ya les enseñaría modales verdaderos! Y al cuarto día hizo preparar su corcel, se vistió con las mejores prendas, se colocó el tricornio ornado con una pluma de avestruz, traída de la región del Plata, que le había regalado el capitán José de Arriostra y marchó a la casa de Don Alfredo, previo aviso enviado por uno de sus sirvientes.
El propio Don Alfredo salió a recibirlo en el patio principal. A la sombra de la galería estaban paradas su esposa y sus hijas además de un caballero de raza negra. Un momento, dudó Don Juan, ¿Un caballero de raza negra? Por fortuna recordó el comentario del sacerdote. Era el prometido de la hija menor de Don Alfredo. ¡Escándalo! Pensó. Si apareciera así por la Corte lo mandarían entrar por la puerta de los sirvientes y le darían un estropajo para lavar el piso de la cocina. No pudo evitar una sonrisa imaginando la escena.
La esposa de Don Alfredo, Doña Ana, parecía una dama vulgar y la hija menor, Teresa, aún tenía manchas en la cara seguramente por que estaba en el inicio de esas indisposiciones de mujeres tan propias de ellas y de las que los varones no sabían nada, ni necesitaban saberlo. Pero, Amanda, la hija mayor era otra cosa. Era una rosa floreciente en medio de un jardín de pastos secos. Era la brisa suave de la mañana. Era el murmullo de los arroyos que bajan de las serranías. Y esos pechos que asomaban indiscretos al borde mismo del escote, un escote como no había visto nunca en la Corte. El vestido era audaz, pero a ella podía perdonárselo. Quedó hechizado bajo el influjo de sus ojos, bajo la candidez de sus sonrosadas mejillas, bajo el carmesí de sus labios, bajo la redondez de esos pechos…
Ni él se atrevió, ni alguien cometió la imprudencia de mencionar durante la cena cualquier opinión acerca de los comentarios de Don Juan sobre las vestimentas de los aldeanos ni sobre las tertulias en la alberca. El hidalgo caballero solo tenía ojos para Amanda y si en un momento albergó la duda de por que el joven falso árabe estaba prendado de la menor y no de ella, después de varios intentos de conversación supo que la razón era simple. El mozo era tan estúpido como la niña y el único candidato que le habían conseguido. Pero primero debía casarse la mayor y por ello Don Alfredo y Doña Ana agasajaron al hidalgo Don Juan con la debida atención.
Pero Don Juan, además de los pechos de Amanda, tenía otra idea fija. Por ello importunó a Don Alfredo, luego de la cena y de haber escuchado a Doña Ana sacudir sin mucho tacto el clavicordio, llevándolo al patio para tratar un tema que consideraba de justa importancia y urgencia.
-No puede ser que toda la gente ande casi desnuda por las calles y en la taberna, ¡Si hasta la sirvienta del sacerdote se viste de forma indecente bajo el techo mismo de la Santa Iglesia! ¡Y el clérigo en su viñedo, debería haberle visto usted!-
-Le he visto, le he visto, ¿Y entonces?-
-Pues, alguna autoridad debe haber para poner coto a este desenfreno-
-Mire, vuestra merced, usted trae costumbres de otros lugares y nosotros vivimos como podemos, pero si quiere ver alguna autoridad visite a Don Epamónides, el regente, o juez de paz, o lo que sea que lo nombró el Consejo del rey-
El hidalgo caballero visitó a Don Epamónides en su despacho, la mañana siguiente. El funcionario, un anciano de aspecto enclenque, poseedor de una larga cabellera blanca que caía sobre sus hombros y una despareja fila de dientes amarillos parecía un hechicero de los cuentos infantiles. Vestía librea a la usanza de la capital pero tenía los pantalones arremangados hasta la rodilla debido a que sus pies reposaban en un fuentón con agua y trozos de hielo. Ni siquiera se levantó para recibir al visitante pues no deseaba sacarlos siendo su único alivio mientras se veía obligado a leer y sellar documentos.
Escuchó con atención al caballero exponer todos los argumentos que ya hemos referido y que no viene a cuento repetir por ya conocidos. De vez en cuando parecía asentir con la cabeza, gesto que Don Juan tomó como aprobación aunque luego comprobó que se trataba de un gesto que repetía constantemente.
-Mire usted- Dijo Don Epamónides – El tema es que no hay ley que prohíba a los habitantes lucir como lo desean, verá, la gente se viste de acuerdo al calor que siente, si usted hubiera llegado por estas comarcas en invierno le puedo asegurar que no vería ni un tobillo en las mujeres o un torso en los hombres sean aldeanos o nobles-
-¡No me importa el invierno!- Exclamó el hidalgo fuera de sí – El hecho es que basta el verano para que todas las costumbres se corrompan. Ni siquiera el sacerdote usa su venerable hábito y las reuniones en lo Don Alfredo, ¡Un escándalo! ¿Ha estado usted allí?-
-Si, cuando mis tareas me lo permiten-
-¡No puedo creerlo!-
-Vea usted, Don Juan, ha caído por donde la vaca no muge, nada se puede hacer, y en mi opinión nada se debe hacer. Así que si no le gusta nuestro pueblo lo mejor es que continúe camino, otras aldeas habrá mas acordes a su modo de vida-
-¿Me está echando? ¡Sepa que esto es un insulto para un caballero que ha luchado al lado del rey!-
-Tómelo como quiera-
Don Juan se levantó presto de su silla y encaminóse a la puerta. Junto a ella amenazó.
-¡Voy a convertir este pueblo en lo que debe ser, es mi batalla personal!-
El funcionario se encogió de hombros y continuó sellando y escribiendo documentos sin responder ante tamaña declaración.
No habiendo más nobles, ni clérigos, ni funcionarios a quienes acudir, Don Juan comprendió que solo quedaba un poder que podía ayudarle. El militar. Sus hazañas en las guerras sucesivas en las que estuvo involucrado serían suficiente carta de presentación para movilizar tropas de la Guarnición cercana, además de su condición de capitán.
Para la ocasión vistió su uniforme de lanceros con todos sus entorchados y las botas lustradas. Calzó espada y mosquete y así ataviado se presentó en el cuartel, sito sobre el camino en la entrada opuesta del pueblo a la que había llegado.
Dos guardias le cerraron el paso con sus alabardas. Estos hombres estaban perfectamente vestidos de acuerdo al reglamento. Al fin un sitio en donde se respeta el decoro, pensó el hidalgo caballero.
-Soy el Capitán de lanceros, noble de la corte de Madrid, Don Juan de Céspedes y Almería, veterano de las huestes del rey- Se presentó.
Uno de los guardias entró a paso rápido hacia el recinto y volvió un minuto después.
-El Mayor lo invita a pasar, está en su despacho, por la galería sur al fondo- Le comunicó el soldado.
Don Juan tragó saliva, no esperaba encontrar un pequeño destacamento al mando de un oficial superior, suponía que solo habría un teniente o un sargento mayor al que pudiera darle órdenes.
En cuanto dio dos pasos dentro del patio la esperanza de Don Juan se diluyó inmediatamente. Todos los soldados lucían solamente pantalón y en lugar de las botas, algunos calzaban sandalias como los monjes y otros andaban simplemente descalzos, del resto del uniforme ni noticias. Entró como una tromba en el despacho del Mayor para encontrarlo solo un poco más decoroso que sus hombres, al menos tenía una camisola blanca, aunque abierta en el frente luciendo su velludo pecho.
-¡Salud Capitán! ¿Qué lo trae por aquí?-
-Pues…- Por primera vez desde que llegara al poblado vaciló, el grado militar de su interlocutor lo amedrentaba.
-¡Lo escucho, hombre! ¡Venga, siéntese, tome una limonada! ¡A ver Funes, traiga un vaso para el capitán!-
La extemporaneidad del Mayor lo apabulló. Más aún cuando entró Funes con el vaso solicitado. No era un soldado, era una cuartelera tosca pero abundante en aquellos lugares de su cuerpo donde las fantasías se vuelven incontrolables. Su blusa era pequeña, casi transparente y la pollera sencilla y corta.
-Solo venía a presentarle mis respetos, Mayor, estoy de paso por aquí, pensaba afincarme pero…- Balbuceó el hidalgo mientras la mujer le llenaba el vaso.
-Pero no esta de acuerdo con algunas cosas que ha visto- Completó la frase el Mayor.
-¿Cómo lo sabe usted?-
-Hombre, aquí se sabe todo, además ha hecho usted tanto revuelo que hasta me advirtieron que muy probablemente iba a venir a verme-
-¿Y usted está de acuerdo con ellos?-
-¡Pues, claro que sí, hombre! Yo tengo que mantener a mis hombres contentos. Si deben estar vestidos como el reglamento manda la disciplina se resiente y andarían todos malhumorados-
-¿Y los guardias de la puerta?-
-Están castigados por robarse unas gallinas teniendo abundancia de comida en el destacamento, cuando alguien hace algo indebido lo pongo en la puerta totalmente uniformado y le aseguro que no vuelven a delinquir-
-¿Y si no tiene delincuentes a quienes castigar?-
-Nada, no pongo guardias, si realmente no es necesario-
El hidalgo terminó su limonada y levantóse de la silla. Estrechó la mano el Mayor y realizó un saludo militar.
-Bien, debo irme, está visto que no cuento con su apoyo para moralizar al pueblo, pero mi deber como miembro de la Corte es seguir insistiendo-
-Allá usted, pero recuerde, no tenga usted la idea estúpida de informar la situación de este destacamento a las autoridades, lo vamos a estar vigilando-
¡Lo que faltaba! ¡Ser amenazado por un propio camarada de armas! A paso rápido se encaminó a la salida pasando entre esos soldados que más bien parecían un grupo de salteadores de caminos.
A Don Alfredo, a pesar de las prevenciones del hidalgo, le parecía éste un buen pretendiente para su hija Amanda, por ello lo invitó en varias ocasiones, para la cena, así evitaba que asistiera a las tertulias en la alberca que tanto le escandalizaban.
-Imagina que si se casa con nuestra Amandita quiera imponerle a ella las costumbres de la Corte- Opinaba la esposa de Don Alfredo.
-Pierde cuidado, señora mía, ya he visto como se pone astuto el caballero cuando le ve los pechos a nuestra hija, de seguro sería capaz de cualquier renunciamiento por ellos y yo me voy a ocupar de que así sea-
Mientras tanto el Hidalgo caballero se ocupaba de enviar a escudero y sirvientes a colocar en todos los sitios visibles unos libelos llamando a la reflexión a los habitantes del poblado.
El texto era, más o menos, como sigue:
“¡Distinguidos pobladores de Rocafuerte!: La buenaventuranza me ha llevado por los caminos del reino donde he podido observar a ilustres hidalgos, esforzados campesinos, preclaros sacerdotes, disciplinados militares, funcionarios incorruptibles, todos ellos movidos por el afán de servir al rey y a la Santa Iglesia. Más, en este sitio todos ustedes parecen haber olvidado la sumisión al poder terrenal y al celestial. ¡Si continúan vistiendo indecorosamente solo los espera el infierno y el castigo eterno!”
Huelga decir que los sirvientes de Don Juan eran atacados con pullas, en el menor de los casos, aunque también les fue arrojado lodo, agua hirviendo, piedras y hasta excremento de porcinos. Solo por el temor a su patrón insistieron por el tiempo de dos días, finalmente abandonaron todo intento y aparentaban cumplir con su orden aunque lo que hacían realmente era ocultarse a su vista y corrían a bañarse en el arroyo totalmente desprovistos de sus prendas, habiendo aprovechado incluso a satisfacer sus ansias juveniles con unas aldeanas que iban a la ribera a lavar ropa.
Aceptando las invitaciones de Don Alfredo, nuestro hidalgo caballero concurría puntualmente los martes y jueves a la cena con el dueño de casa, sus hijas, el falso árabe y algún que otro ocasional miembro de la sociedad más adinerada, incluidos el Regente, el sacerdote y el Mayor. Don Juan se prohibía mencionar nada que turbara a los participantes del ágape y solo incrementaba en silencio, como corresponde a un caballero, la urgencia de poder apoyar sus manos en los pechos turgentes de Amanda, quien a pesar de sus cambios de vestidos, parecía no tener ninguno que no poseyera un escote digno del Palacio de las Tullerias, otra asociación de ideas con esos franceses libertinos de la Corte de Luis XV.
La llamada de la carne inquietaba a Don Juan a medida que pasaba el tiempo. Por temor a Dios no era siquiera capaz de satisfacerse por si mismo y su temperatura corporal iba en aumento, temiendo entonces que contraería fiebres a causa de la abstención. Caminar por las calles del pueblo viendo a las aldeanas luciendo sus rollizas y fuertes piernas tostadas por el sol, esos hombros perfectos para besar dulcemente o los pechos que bailaban al compás del paso ágil de sus portadoras sin corpiños que los sujetasen, se había convertido en un suplicio mayor que la falta de moral. Claro que podía seducir a una aldeana pues esta se le hubiera entregado con pasión pero aunque no había formalizado el cortejo con Amanda, sabía que su padre lo consideraba con especial atención para el momento en que se sintiera con el valor suficiente de solicitar permiso para visitarla y esa posición lo obligaba a cierta fidelidad para con la joven, evitando mancillar su nombre.
Las formalidades del cortejo, tan importantes en la Corte comenzaron a parecerle un tormento estudiado especialmente por los sacerdotes o los afeminados ya que ellos no necesitaban de tamañas imposiciones. Deseaba tocar la mano de Amanda piel con piel y no a través de esos guantes de tul que ella parecía no sacarse nunca. De modo que una noche juntó coraje. Era cuestión de abreviar tiempos y solicitó a Don Alfredo hablar a solas en la galería luego de la cena.
-Vea, vuestra merced, aún estoy empeñado en mejorar la moral de este pueblo pues he decidido aposentarme, tengo dinero suficiente para comprar la casa alta de la calle de las Magnolias y formar un hogar, por ello ruego a usted humildemente me conceda permiso para formalizar con su hija mayor y poder visitarla a solas-
Don Alfredo disimuló la sonrisa. Finalmente alguien se había atrevido a cortejar a la bella Amanda y por lo que había logrado investigar por medio de Don Epamónides, se trataba de un excelente partido con muchos duros en su haber.
-Mi consentimiento está dado, pero deberé consultarlo con ella, aunque descuento que la respuesta será positiva-
Don Juan, a pedido de Don Alfredo permaneció en la galería esperando la contestación. Minutos después salió la misma Amanda en persona.
-Dice mi padre que usted pretende cortejarme-
-Así es, ahora puedo decirle que usted me gusta, usted es la reina de mis sueños, usted es la única persona por la que me quedo en este pueblo-
Ella lo miró a los ojos lánguida. Él tomó su mano y preguntó.
-¿Puedo besar su mano?-
-Claro – Dijo ella quitándose ¡por fin! los guantes de tul.
El contacto de sus labios con aquellos finos y gráciles dedos fue como el retumbar de los cañones en batalla. La piel se le erizó al hidalgo caballero. ¡Que placer le esperaba cuando pudiera besar esos pechos!
Ante lo que creía la incapacidad de sus sirvientes para colocar los libelos en las paredes del pueblo, entusiasmado por los requiebros de Amanda, juntó ímpetu suficiente para ocuparse personalmente de la tarea. Estuvo a punto de recibir por la cabeza una maceta con malvones desde un balcón, ataque interrumpido cuando el agresor lo reconoció. De inmediato corrió la voz y se lo pudo ver recorriendo el pueblo seguido por una pequeña turba formada por los mocosos más insolentes del vecindario.
Por las noches conversaba con Amanda a luz de la luna. Le hablaba de sus proyectos, de cómo había enviado los papeles con su presentación al dueño de la casa que demoraba la contestación pues vivía en otra comarca, le confesaba que no necesitaba trabajar y tampoco lo haría como buen noble que era, pero que tal vez se ocupara de comprar algún terreno, tomar algunas personas y plantar algunas vides, solo para tener algo en que ocuparse. Y por supuesto que no pensaba claudicar en su cruzada, así la nombraba, para lograr que el pueblo se llamara a recato.
Lo que llamaba atención al hidalgo caballero era que a pesar de ser el prometido de la hija mayor de la casa nunca era invitado a las tertulias en la alberca. A pesar de la aprensión que sentía por esas reuniones creyó conveniente tratar el tema con Don Alfredo.
-Bueno, hombre, supusimos que usted no deseaba concurrir- Le contestó el noble.
-Pues si, no es que quiero, pero debo, ¿Qué pensaran los demás si estoy ausente en esas reuniones, siendo el prometido de su hija?-
-Bien, si vuestra merced lo desea…- Aceptó sin demasiada convicción Don Alfredo.
La tarde siguiente el sol parecía estar a solo unos pocos metros de la tierra de tanto que calentaba, el aire estaba sofocante y dificultaba la respiración, ni las más pequeñas hojas de los árboles se movían debido a la ausencia total de brisa. El hidalgo, vestido de acuerdo a las costumbres de la Corte, se había echado encima todo el perfume que le quedaba para disimular el olor animal de la transpiración. En cuanto golpeó el llamador le abrió uno de los sirvientes que lo hizo pasar guiándolo hasta el patio posterior de la casa, ese que aún no conocía, el de la alberca.
El espectáculo que contempló lo escandalizo al punto que casi da media vuelta para marcharse aún sin saludar. Allí estaban Don Alfredo, su mujer, la hija menor, su pretendiente falso árabe, dos señoras de mediana edad, otras dos jóvenes, tres caballeros, el Mayor, el comerciante de granos y algunas personas más que no alcanzó a distinguir en medio de su turbación, todos ellos prácticamente desnudos. Los hombres llevaban un pantaloncillo tan chico como los taparrabos de los indios americanos, las mujeres al menos se cubrían desde el pecho hasta las rodillas con lo que insinuaba ser un vestido. La totalidad de las prendas parecían estar confeccionada en un tenue lino que no disimulaba las redondeces de las señoras y los bultos genitales de los hombres.
Cuando aún dudaba en huir precipitadamente lo vio el dueño de casa-
-¡Ah, hombre, bienvenido, creía que usted no vendría!-
No tuvo más remedio que acercarse al grupo que tomaba sol despreocupadamente al borde de la alberca. Saludó haciendo reverencias, mudo de vergüenza.
-¿No quiere usted un trajecillo de baño?- Preguntó la esposa de Don Alfredo.
-No, me temo que no estoy preparado- Balbuceó.
-No se preocupe usted, ya se acostumbrará y deseará asolearse un poco- Lo consoló el pretendiente del hija menor.
Ni loco, pensó Don Juan, pero se abstuvo de todo comentario.
En ese momento se percató de la ausencia de Amanda y preguntó por ella.
-Está cambiándose, ya viene- Contestó la madre.
¿De modo que ella se iba a presentar como las otras delante de su prometido? ¡Eso era como una burla para él! Y deseó estar a mil leguas de allí.
Pero ya era tarde. Imponente en toda su altura, luciendo larguísimas piernas rectas y los hombros, con uno de esos vestidos de lino que la cubrían apenas Amanda hizo su entrada para regocijo de los hombres presentes.
Se acercó a su pretendiente y extendiendo la mano derecha la dejó en el aire para que se la besara. Él lo hizo cada vez más apesadumbrado.
-¿No va usted a bañarse?- Invitó ella.
-No no puedo-
-Lástima pues me hubiera gustado que me acompañara-
Y dicho esto se encaminó directamente a la alberca, se detuvo en el borde y sin dudar se arrojó al agua.
-¡Esta deliciosa!- Gritó de placer y todos los hombres voltearon la cabeza para seguir sus movimientos.
Los calores, y no precisamente los climáticos aturdían a Don Juan. Sentía mareos y fiebre. El mundo le daba vueltas. Le parecía que los concurrentes se reían de él. No supo cuanto duró esa sensación. Al reaccionar, Amanda salía de la alberca, toda mojada, el vestido de lino se había pegado a su piel y se podían ver claramente no solo sus pechos, también sus pezones y entre sus piernas era fácil distinguir el vello púbico.
-¡Bella Mujer, que salero!- Gritó uno de lo señores mayores.
En ese momento asumió su posición el hidalgo caballero. De un salto estuvo al lado de su prometida y la tapó a la vista de los presentes.
-¿¡Qué miran, perversos!?- Gritó mientras la abrazaba para cubrirla.
Entonces sucedió lo que debía suceder. ¿Que hombre que viene resistiendo por meses el llamado de la carne se contiene teniendo en sus brazos una bella mujer, casi desnuda? De modo que nada lo contuvo, desesperado por la calentura comenzó a manosear el cuerpo de Amanda, la besaba en la boca, en los pechos, en los hombros, en el cuello ante la mirada atónita de los presentes. La abstinencia lo había traicionado. La moral lo había abandonado. Solo el grito de terror que pudo soltar su prometida lo devolvió a la realidad. Cuando se dio cuenta de lo hecho todas las miradas estaban puestas en él. No supo que decir.
-Nos reunimos todos los veranos en esta alberca desde hace cinco años y jamás hemos tenido un escándalo como este, de modo que, o usted acepta mi reto a un duelo por haber mancillado el honor de mi hija o se marcha de este pueblo inmediatamente- Dijo, calmadamente pero terminante Don Alfredo.
Don Juan bajó la cabeza. Dio unos pasos lentos hacia la galería y a partir de allí salió corriendo, atravesó el vano de la puerta y nada lo detuvo en la huida hasta por la calle hasta su carpa.
Esa misma noche cargó sus petates en la carreta que encomendó a sus sirvientes, pues el escudero había decidido abandonarlo y quedarse en el pueblo, ensilló los caballos, ató las mulas y partió en silencio.
Jamás lo volvieron a ver.

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